La Tempestad

Estudios sobre "La Tempestad" efectuados por el poeta Gonzalo Villar Bordones, asociados a la puesta en escena que ejecutó el Taller América de Viña del Mar en el año 2005.

viernes


La Tempestad, es desde antiguo, un símbolo de la revolución: es la fuerza de los oprimidos que se alzan, es el poder de la conciencia que asalta el gobierno de nuestra mente.

jueves

Una mirada sobre La Tempestad

La Tempestad (1611), la obra con que Shakespeare cierra su trabajo literario, es el texto en que de forma más evidente afloran los conocimientos mágicos; psicológicos y filosóficos del autor.



En aproximadamente dos horas de acción dramática; se nos presentan los hechizos de Próspero, monarca de una isla desolada; un territorio libre en que los hombres pueden comenzar todo de nuevo; y, tres intentos de homicidio.



Estas artes que se valen de genios, duendes y espíritus, despiertan tempestades, abren las tumbas y manipulan a los hombres.



El mago tiene la vida de todos sus enemigos en sus manos; y, a pesar de ello, resuelve perdonar a quienes le traicionaron y procuraron asesinarlo.



Todavía más, se las ingenia para favorecer el compromiso de su hija con el vástago de su más inveterado enemigo.



¿Qué fuerzas corren bajo esas líneas barrocas?; ¿cuáles son sus planteamientos éticos?; ¿cuáles son las descripciones psicológicas que aborda?; ¿ cuáles son las claves políticas que encierra?



Intentar despejar esas incógnitas, es la aventura que sugerimos a los lectores de “La Taberna”.



Este es el primero de una serie de artículos sobre la materia.

sábado


William Shakespeare


Próspero y su círculo mágico

Resumen de la obra

ULa tempestad resumida

Un golpe de Estado ha ocurrido en Milán.

El Duque legítimo, Próspero, entregado al estudio de las ciencias liberales y de la magia, confió la dirección de los asuntos políticos a su hermano.

Éste, Antonio, urdiendo una Alianza con Alonso, Rey de Nápoles, y comprometiendo la independencia de Milán, tomó prisioneros a Próspero y su hija de tres años.

Los usurpadores, sabiendo que el pueblo no aceptaría en silencio el asesinato de su amado Duque, resuelven aparentar su envío al exilio y les dejan abandonados en un navío sin velas.

Sin embargo, el doble homicidio no logra concretarse, gracias a Gonzalo, un noble e ilustrado Napolitano, que esconde en el barco provisiones y los valiosos libros de ciencias ocultas de Próspero, más apreciados para él que su propio Ducado.

El viento y las olas llevan a los exiliados hasta una isla encantada, antiguo lugar de destierro de la bruja Sycorax, quien había muerto hace doce años, dejando como únicos habitantes a su hijo, un monstruo rojizo, denominado Calibán, y , a un genio, encerrado en un pino por negarse a participar en sus malignos hechizos, de nombre Ariel.

Próspero procuró ilustrar Calibán, le enseñó su lenguaje y la Gran Luz. Sin embargo, el monstruo se rebeló, usó las palabras sólo como insultos e intentó violar a Miranda, lo que ocasionó su castigo y prisión en una roca de la isla.

Ariel, que fue liberado por Próspero del tronco de árbol al que lo había confinado Sycorax, es el encargado de ejecutar las órdenes mágicas de Próspero.

Mediante su Magia, Póspero desata una tempestad que cae sobre el navío del rey de Nápoles y su Corte, que navegaba de regreso a Italia.

En medio las olas y el viento, sólo la imagen de la horca, escrita en el rostro y en el orgullo igualitario del Contramaestre, marcan la esperanza de sobrevivencia.

Por obra de Ariel, los náufragos quedan distribuidos en tres grupos distintos: Fernando, el hijo del Rey de Nápoles, está sólo. En el grupo del Rey están su hermano Sebastián, Antonio, hermano de Próspero y actual Duque de Milán y los cortesanos Gonzalo, Adrián y Francisco. Finalmente, los criados Esteban y Trínculo forman un tercer grupo.

La magia de Próspero hace que Miranda y Fernando se enamoren.

El grupo del Rey recorre la isla en busca del príncipe, que creen desparecido. Cuando el Rey y los cortesanos caen dormidos, por obra de Ariel, Antonio y Sebastián planifican el asesinato de Alonso para que su hermano herede el reino, tal y como Antonio había usurpado el ducado de su hermano Próspero.

El grupo de Trínculo y Esteban se encuentran con Calibán y éste les convence para matar a Próspero, ofreciendo el mando de la isla a Esteban, a quien cree un dios por haberle ofrecido licor, fluido que Caliban nunca había probado.

Ariel prepara un banquete fantasmal para el Rey y su séquito, pero, cuando van a probarlos, los manjares desaparecen y Ariel toma la forma de una arpía que recuerda a los traidores el crimen perpetrado contra Próspero.

Por otra parte, Próspero organiza una mascarada nupcial interpretada por Ariel y sus espíritus para celebrar el vínculo entre Fernando y Miranda, pero tiene que interrumpirla bruscamente al recordar que Calibán está preparando su asesinato.

En el acto final, Próspero revela su verdadera identidad y emplaza a su hermano a que le devuelva el Ducado de Milán, también descubre a su padre el paradero de Fernando que está jugando al ajedrez con Miranda.

Sólo forzadamente, Antonio restituye el Ducado. Sin embargo, Próspero, le extiende su perdón, lo mismo ocurre respecto de Sebastián y Alonso, quienes efectivamente se arrepienten.

Próspero renuncia a su magia y deja en libertad a Ariel. Calibán continúa prestando servicios útiles a Próspero.


Calibán


Ariel

Cronología de La Tempestad

La Compañía de los King’s Men representó por primera vez La Tempestad ante su protector, El Rey Jacobo I el 1 de noviembre de 1611.

La representación tuvo lugar en el Whitehall, cuyas salas utilizaba la compañía durante el invierno pues el Globe era al aire libre.

Se sabe que la segunda representación tuvo lugar en febrero de 1613 para las bodas de la princesa Elisabeth con el Elector del Palatinado.

No se tiene noticia de ninguna otra representación ni en vida ni tras la muerte de Shakespeare en 1616.

A partir de 1667 y hasta bien entrado el S XIX los teatros ingleses representaron repetidamente una versión de La Tempestad titulada The Tempest or the Enchanted Island elaborada por William Davenant y John Dryden con modificaciones notables del original shakespeareano.

A partir de 1838 se volvió a representar el espectáculo en la versión de Shakespere.

El texto que ha llegado hasta nosotros procede del Primer Folio publicado en 1623 por dos miembros de la Compañía, Hernry Condell y John Heminges, actores y compañeros a quienes, al igual que a Richard Burbage, Shakespeare había favorecido en su testamento.

La Tempestad es la primera de las obras publicadas en el I Folio. Parece ser que el manuscrito a partir del cual se realizó la edición impresa procedía del prestigioso copista Ralph Crane. No se tiene noticia que hubiera sido publicada anteriormente en ninguno de los cuartos editados, muy deficientemente, en vida de Shakespeare.

Por la referencia concreta a la carta escrita el 15 de julio de 1610 (que no sería publicada hasta 1625) por William Strachey, un miembro de la tripulación de la fragata Sea Adventure, en la que relataba el naufragio que les llevó a una isla de Las Bermudas, se deduce que La Tempestad fue escrita entre finales de 1610 y 1611.


Ariel, Luna de Urano

Fuentes de La Tempestad

Fuentes literarias

El discurso de Gonzalo sobre su República Ideal, es prácticamente igual que la traducción al inglés realizada por Florio del ensayo XXX de Montaigne " De los caníbales". Calibán es un anagrama de Caníbal.

The Masque of Hymen de Ben Jonson fue el modelo para la mascarada nupcial.

El Libro VII de Las Metamorfosis de Ovidio (Invocación de Medea) fue utilizado para la renuncoia de Próspero a la Magia Negra.

History fo trvaile (1577) de Robert Eden, relación de los viajes Magallánicos, en la que aparecen los nombres de Setebos – demonio ptagónico - , Ferdinando, Sebastián, Alonso y González (que, ligeramente deformado, daría Gonzalo).

Relaciones sobre la conquista y colonización de América, de Ruy Díaz de Guzmán.

En su prólogo a las Obras Completas, el crítico español Astrana Marín plantea la hipótesis de que el nombre de Miranda en La Tempestad, provenga -con alta probabilidad- de la lectura por parte de su autor de “Relaciones sobre la conquista y colonización de América”.

Como prueba de esto, aduce que “Miranda” hasta entonces sólo se conocía como apellido, y que, por lo tanto, la elección shakesperiana podría estar vinculada a su conocimiento del relato sobre Lucía Miranda tal como aparecía en los cronistas de la época.

Lucía Miranda es, en realidad, un personaje novelesco cuya supuesta existencia se debe a Ruy Díaz de Guzmán.

Nacido en una fecha incierta entre la quinta y la sexta década del siglo XVI y muerto en 1629, Díaz de Guzmán es considerado el cronista más importante del Río de la Plata y el primer escritor nativo.

En sus crónicas se entremezclan con los recuerdos personajes directos o indirectos, elementos legendarios como los episodios de la Maldonada y de Lucía Miranda.

La leyenda de Lucía Miranda se nuclea en torno al amor del cacique Mangoré por Lucía, esposa de Sebastián Hurtado, uno de los capitanes españoles del fuerte de Sancti Spiritus, donde se sitúa el episodio.

La tragedia surge cuando al intentar raptarla, Mangoré ataca el fuerte y pierde la vida. A causa de ésto, Siripo, hermano del cacique muerto, también enamorado de la española se la lleva consigo convirtiéndola en su cautiva.

Este origen de Miranda es coherente con las implicancias americanistas de la Isla encantada y con la alusión a Setebos, que resulta se una divinidad adorada en al Patagonia.

Fuentes no-literarias

Sylvester Jourdain El descubrimiento de las Bermudas (Discovery of the Barmudas) ( 1610),

Otra fuente muy importante es la carta de William Strachey, sobre el naufragio, cerca de Las Bermudas, de la nave que le conducía a Virginia titulada, fechada el 15 de julio de 1610, pero que no fue publicada hasta 1625. Es muy probable que Shakespeare hubiera tenido acceso a esa carta pues su patrón, el Conde de Southampton, era oficial de la Compañía de Virginia.


tablero de ajedrez

La Tempestad en clave de oposiciones

La obra está escrita en clave de oposiciones: Entre los hermanos; entre Europa y África: entre Europa y América; entre Próspero y Calibán; entre Fernando y Miranda.-

Para solucionar estos conflictos, el autor nos propone el diálogo, el perdón, la empatía y el acuerdo.

Una alianza, una boda entre el deseo y la conciencia; entre el deseo y los altos ideales. Este es el enlace que las diosas del aire y de la tierra celebran en la Mascarada.

Esta es la idea que se renueva en el ajedrez como juego de opuestos y en la oración Final de Próspero.


Miranda y La Tempestad (Waterhouse, 1916)


Tempestad

Lectura ética de La Tempestad

En la obra se dibuja a los hombre europeos de siglo XVII, enajenados por la ambición de riquezas y poder. A tal punto que traicionan su propia naturaleza y actúan en contradicción a su conciencia.

El proyecto de Próspero consiste en restituirles el corazón y devolverlos a sí mismos.

Para ello se vale de la magia – el teatro - ; les representa sus felonías; les enseña el poder del destino para castigar esas faltas; y, finalmente, los conduce al centro en que todos los seres se unen - el círculo- para compartir con ellos el perdón, el amor, la fuerza que mueve a los hombres y que nace de su mismo centro, de nuestra propia esencia.

Perdonar, en el sentido de renunciar al odio y su ciclo de constante destrucción, se asocia al ejercicio de empatizar con el otro; sentir con él; emocionarnos con él.

Al perdonar el engaño del otro, curamos nuestras propias mentiras; al tener misericordia por la violencia del otro, apaciguamos nuestra agresividad; al disculpar la envidia del otro, ponemos límite a nuestro deseo de lo ajeno.

El perdón, es en consecuencia, un ejercicio de sanación. En el campo social, porque conlleva la paz. En el nivel individual, porque significa templar los vicios que moran en nuestro espíritu y que rivalizan con los que observamos en el prójimo.


Próspero ataviado con su manto


Próspero junto a sus libros

Lectura psicológica de La Tempestad

En la obra, el autor hace un esfuerzo extraordinario por expresar los diversos aspectos de la mente del protagonista, Próspero, recurriendo a la técnica de valerse de otros personajes para representar los diversos planos de su personalidad.

En Próspero, propiamente tal, reside la conciencia, el amor a la virtud, el afán de conocimiento.

En Antonio, radica la ambición, el deseo, el apego a los bienes terrenales, el afán de poder. En un momento de su vida, Próspero se traiciona sí mismo, se torna sordo a su conciencia y reconoce como único sentido de su vida, el poder y la riqueza.

Esta interpretación fluye de la oposición entre los hermanos y de un pasaje, extremadamente sugestivo del drama, en que Antonio reconoce carecer por completo de conciencia.

Miranda, a nuestro juicio, representa la pureza de los altos ideales. Se trata de aquellas grandes motivaciones emotivas y culturales que impulsan a los seres humanos: la justicia, la igualdad, la libertad, la hermandad.

La conciencia de Próspero sobrevive al destierro, únicamente gracias a estos altos ideales, que le permiten seguir adelante durante el exilio, gracias a su brillo y su atractivo.

Calibán, expresa los aspectos instintivos de Próspero, su inconsciente, el fondo animalezco de los seres humanos; reticente a la civilización; lujurioso; lúdico y lleno de energías. Pese a los peligros que conlleva, no es posible prescindir de él, pues en él radica nuestra fuerza. Shakespeare alcanza un éxito especial al describir el carácter compartido del inconsciente y los instintos, al colocar a dos marineros y al monstruo rojo bajo una misma manta.

Ariel, el delicado genio del aire, expresa el pensamiento refinado, las construcciones de nuestra inteligencia, las obras sofisticadas de nuestro talento artístico. En Ariel confluyen la imaginación y la producción intelectual.

Para la sanación de Próspero, el autor propone el equilibrio. La ambición debe ser templada por la conciencia y sujeta a los altos ideales. La imaginación y el pensamiento deben volar libres; y, el peligroso instinto, común a todos los seres humanos, debe ser contenido y aplacado mediante su aplicación a fines útiles, como el trabajo y las artes.

Mediante Fernando, se ejemplifica la nueva táctica de encausar el deseo; de imponerle trabajos; dialogar con él; colocarle límites y conducirlo a los fines que la conciencia propicia.

¿De qué medio se vale la conciencia para seducir al deseo?.- De las artes.- Próspero utiliza el lenguaje; la música; las instalaciones visuales; el prestigio de las facultades centrales de la mente, para contener el deseo.


Iniciación

Lectura iniciática de La Tempestad

Un hombre, Fernando, es escogido entre sus pares como futuro esposo de Miranda.

Seducido por una música especial; se le presentan los altos ideales y se le incita a trabajar en pos de su concreción.

Luego de demostrar que está dispuesto a sacrificarse por esos ideales; se le permite unirse al proyecto, sujeto a una grave prevención.

Fernando debe abstenerse de poner en práctica de inmediato estos ideales, debe aguardar que su preparación se encuentre cabalmente perfeccionada, que se cumplan los sagrados ritos y se encienda la lámpara de Himeneo.

Pistas importantes sobre la naturaleza iniciática de la obra son:

a) La alusión al nombre de la Gran Luz y al nombre de la pequeña que se contenta con distinguir al día de la noche.
b) La alusión a la claridad de la razón, que brilla en todo su esplendor cuando se esfuman los vapores de la ignorancia.
c) La relación entre Prospero y Gonzalo, su salvador, que conservan lazos de lealtad pese a estar en bandos opuestos y que comparten la afición por las ciencias ocultas.
d) La idea del perfeccionamiento humano mediante la misericordia y la contención de las pasiones.
e) Las pruebas y pactos que debe afrontar Fernando: La Tempestad; el Naufragio; el apilamiento de leños; el enlace.
f) La realización de la acción en un lugar y en un tiempo mágico: La Isla y el transcurso de 6 horas preconcebidas.
g) El empleo del círculo como espacio en que los seres humanos se igualan y se unen.


John Dee

Magia renacentista en La Tempestad

En 1975, la entonces Catedrática de Inglés de la Universidad de Nueva York , Frances A Yates abogó por una nueva metodología en el estudio de Shakespeare.

Yates proponía un exhaustivo estudio del Folio publicado en 1623 por Condell y Heminges quienes, al igual que su compañero Shakespeare, eran muy afines al círculo rosacruciano favorecido por la Princesa Elisabeth y su marido, Federico, el Elector del Palatinado.

Para Yates (hipótesis que ya había mencionado Frank Kermode) Próspero es sin duda el trasunto de John Dee, matemático y mago de gran influencia en la corte isabelina pero que había caído en gran desgracia en la jacobina.

Yates era una experta en las corrientes herméticas y cabalística del Renacimiento.-

Resulta muy expresivo que la obra se haya presentado especialmente en la ceremonia de compromiso entre ambos príncipes, que de algún modo se corresponden con Miranda y Fernando.

También resulta sugestivo que en la literatura rosacruz, la boda alquímica tenga especial relevancia.

Magia, escena y autoridad en Calderón y Shakespeare

El Dios vestido de hombre y el hombre vestido de dios.-
Álvaro Llosa Sanz
UNED
fuente de publicación original: Revista Espéculo Nº26
http://www.ucm.es/info/especulo/numero26/caldshak.h

Calderón y Shakespeare son, sin duda, dos de los más grandes dramaturgos universales. Sin embargo, la literatura comparada aún no ha comenzado a ofrecer en serio estudios completos sobre la relación de la obra de ambos, aunque se aluda de manera general en algún artículo a la relación entre ciertas tramas, motivos o situaciones. Desde un punto de vista muy amplio, parecen evidentes algunas diferencias entre ambos escritores: Calderón procede del sur de Europa, y su educación es la de un teólogo católico en el centro de una cultura barroca completamente madura y contrarreformista; Shakespeare pertenece al mundo del norte europeo, y es un hombre sin estudios reglados, un agnóstico de origen católico que se desenvuelve en la plena transformación religiosa que acapara el fin del renacimiento inglés diseñado por la época isabelina (Duque 1981: 1277 y ss.). Las similitudes, no obstante, parecen abundantes, como lo prueba la ejemplificación un tanto a vuelapluma realizada por Duque (1981) en su artículo.

Nosotros vamos a comparar coincidencias y diversidades de un aspecto concreto: el mundo como escenario de sendos planes destinados a los hombres y ejecutados por un Dios católico y por un Mago isabelino. La comparación surgirá entre La Tempestad shakespeareana y los autos sacramentales alegóricos calderonianos El gran teatro del mundo y El pintor de su deshonra. Para sustentar dicha comparación hemos de ubicar primero ambos mundos teatrales, el inglés y el español, en la época en que se movieron sus autores, asunto indispensable para comenzar a disponer ciertas similitudes y diferencias.



Teatro inglés shakespeareano, teatro español calderoniano

En un período confuso, de gran debate político anglicano-católico tras el que ascendía la clase mercantil y se empobrecía el campesinado, surge el teatro renacentista inglés. Entre 1576 y 1642, fechas de la apertura del primer teatro en South Bank y el cierre completo de los escenarios ingleses por la clase puritana que se sentía amenazada por la crítica libertad de expresión ejercitada en los tablados, nace, se estabiliza y crece el prestigio de compañías, actores y dramaturgos profesionales. La elaboración constante de múltiples y rápidas obras de teatro que demandaba la afluencia de público constituyó al fin, gracias también al trabajo en colaboración por parte de los autores, a elaborar todo un código dramático compartido por actores y espectadores, y pronto establecido a fuerza de tener que repetir (no había tiempo) esquemas dramáticos. Al teatro acudían todas las clases sociales y de todo se hablaba y criticaba en el teatro: la escena era el foro nacional, amparada y al mismo tiempo reprochada por una doble moral ejercitada por las autoridades respecto a su función (Bregazzi 1999: 10-39).


Mientras tanto, en una España cuyo imperio se siente en decadencia se asiste al proceso de elaboración de la Comedia Nueva mientras que el teatro es vivido por el pueblo y la corte como espectáculo total; un espectáculo que es censurado y dirigido en la perfecta coherencia de todos sus elementos con la ideología institucional de la Iglesia y el Estado, pilares sociales indiscutibles de la autoridad civil y moral cuyo esfuerzo en establecer el contrarreformismo tridentino les permite desarrollar toda una cultura del fasto en la que destaca la evolución y cumbre del género dramático del auto sacramental (Arellano 1995: 61 y ss.).

Vamos a movernos, pues, en dos órbitas culturales un tanto diferentes, no quizá en cuanto a la importancia que el teatro tiene en la sociedad, tampoco en cuanto a los argumentos y tramas o su espectacularidad, pero sí en cuanto al enfoque ideológico que, sin olvidar coincidencias, paralelos y trasvases posibles, a veces originados en troncos comunes compartidos, hará diferir las concepciones cosmogónicas de uno y otro autor. De estas similitudes y diferencias queremos tratar, al hilo de las obras ya citadas.

Destaquemos ahora la tradición literaria, especialmente genérica, a la que pertenecen, ya que no debemos olvidar, como insiste Arellano (1999: 9), la necesidad de reconstrucción de los códigos convencionales que caracterizan a cada género y de los códigos culturales (ideológicos, históricos, sociales y míticos) que sustentan la valoración de la obra dramática en particular, para poder obtener una crítica acertada y ajustada a una mentalidad distinta en muchos aspectos de la nuestra.

La Tempestad de Shakespeare es una obra tardía y misteriosa, cercana a lo surreal y lo onírico. Pertenece al género de la tragicomedia, una mixtura particular en la que un argumento trágico obtiene un final feliz. Este género, que no responde a la solemnidad trágica ni tampoco a la burla cómica, permite cómodamente criticar la sociedad y sus valores, enmarcados en una trama de enredo y su solución (Bregazzi 1999: 58-59). Sin arriesgarse ideológicamente como podría suceder en el drama histórico, y sin exagerar la pompa escenográfica de la mascarada, la tragicomedia se presenta como un buen camino para mostrar aspectos dramáticos muy diversos en un mismo escenario. Creo que La Tempestad atesora todo ello: los momentos cómicos salpican una situación trágica con ribetes de drama histórico (aunque los personajes no sean reyes o duques reales) y secuencias de mascarada. Fue estrenada en 1611 con motivo de la boda de la princesa Isabel ante la corte de Jacobo I, en los coletazos del período isabelino. Bloom (2002: 766) la considera comedia visionaria (al igual que el Sueño de una noche de verano) y comedia escénica locamente experimental. Sin duda, de todo eso hay, conformando quizás una de las obras teatrales más enigmáticas e diversamente interpretadas del período isabelino, de tanta trascendencia escénica que a Beethoveen, en pleno romanticismo, le inspiró una famosa sonata. En La Tempestad, Próspero el Mago y Miranda su hija, se encuentran viviendo sobre una isla a la que fueron a parar años antes tras ser abandonados en bote solitario. La causa de esta desgracia fue la usurpación del ducado de Milán, perteneciente a Próspero, por su hermano Antonio. La tragedia comienza con una tempestad provocada mágicamente por Próspero contra una flota cercana a la isla. Se hunde uno de los barcos, alejado misteriosamente de los demás: en él viajan, de vuelta de una boda, Alonso el Rey de Nápoles, su hermano Sebastián, su hijo Ferdinand, el usurpador milanés Antonio y el viejo consejero Gonzalo. Todos se salvan milagrosamente y alcanzan la orilla, pero formando grupos separados, de forma que Ferdinand queda separado de su padre y los demás, y el mayordomo y el bufón forman un tercer grupo. Se suceden y fraguan traiciones contra el Rey de Nápoles, contra el propio Próspero por parte del demonio isleño Cáliban unido a una improvisada corte bufonesca constituida con el mayordomo y el bufón; pero la magia de Próspero prevé y evita mágicamente todos los incidentes, hasta lograr reunir a todos en torno suyo, desvelarse a sí mismo, lograr la restauración de su ducado y establecer la boda de Miranda y Ferdinand, herederos de un amor a primera vista y un vasto reino. Veremos cómo en esta pieza se aquilata lo más espiritual y mágico de la cultura isabelina, que parece reclamar Shakespeare en un momento precisamente antiisabelino; asistimos también al plan trazado y dirigido en todo momento por Próspero el Mago en un estilo que me atreveré a calificar de bruniano, y contemplamos la restauración de un orden perdido y usurpado que es devuelto a su correspondiente dueño, con añadidos beneficios. Todo ello en un escenario mágico donde el paisaje es nuevo para los recién llegados, y las identidades-autoridades se diluyen, roto el orden conocido por la catástrofe, en la extrañeza de un lugar desconocido que carece de ley alguna. Se ha enmarcado a Próspero como mago en el resurgir de toda una filosofía oculta auspiciada por la reina-hada Isabel I, que protegió a insignes filósofos magos como lo fue John Dee, paradigma inglés del mago renacentista que con la llegada de Jacobo I al trono se hundió en la más absoluta miseria si no en una persecución política. El Próspero de La Tempestad parece querer reanimar, en una época ya antimágica, aquel reino neoplatónico bajo el cual Shakespeare había desarrollado su obra y al que se había sentido afín (Yates 1992: 133-135 y 270).

El gran teatro del mundo y El pintor de su deshonra pertenecen a un género aparentemente mucho más constreñido que la tragicomedia: el auto sacramental. De un solo acto, esta pieza religiosa está hecha para ser representada siempre en la fiesta religiosa del Corpus, y tiene su origen en las procesiones eucarísticas del siglo XIV. Con el tiempo, y auspiciado por el concilio de Trento como arma religiosa, se va caracterizando hasta convertirse en teatro litúrgico en torno a la historia de la salvación, y especialmente marcado por el Sacramento de la Eucaristía, que se exalta al final de cada auto (Arellano 1995: 685). Sin embargo, hemos de aclarar algo que nos permitirá tratar el auto sacramental con miras más amplias: en este género es vital distinguir “entre el asunto y el argumento: mientras que el asunto es siempre la Eucaristía (o un episodio de la Redención, que conduce a la culminación del Sacramento), el argumento puede ser cualquier historia. Ambas dimensiones se conectan (…) por la técnica alegórica” (Arellano 1995: 690). La alegoría permite transponer, mediante abstracciones personificadas y sistemas trabados de metáforas, una realidad literal a otra simbólica. Calderón es el gran maestro de la alegoría sacramental: aprovecha historias de todo tipo (mitológicas, históricas, bíblicas…) y las reelabora mediante ese sistema alegórico que las convierte en clave de paradigma religioso. Letras humanas y sentido divino se funden mediante el recurso alegórico (Arellano 1995: 696). Así, el auto sacramental se convierte (mediante su conjugación de literatura teatral, totalidad escenográfica para fascinar los sentidos y mensaje religioso doctrinal) en medio de representación apoteósica absoluta de toda una ideología autorizada, destinada a luchar contra la amenaza de las ideas luteranas. El mensaje alegórico era además fácilmente captado por el público vulgo debido a la avanzada cultura de la imagen y del símbolo que venía desarrollándose desde el Renacimiento, y que la alegoría mostraba en toda su espectacularidad. Instalada en esta interpretación simbólica de la imagen, nos encontramos ante “una sociedad en la que las artes de la memoria y de la meditación llegaron a formar parte esencial de la espiritualidad cotidiana” (Regalado 1995: 574).

El gran teatro del mundo nos sitúa al Autor que desea crear una obra nueva de teatro, para lo cual necesita un escenario que será el Mundo, y unos personajes, a los cuales dotará mediante ciertos vestidos de sus respectivos papeles: el Rico, el Pobre, el Rey, el Labrador, la Hermosura, la Discreción y un Niño han de salir, improvisando, a representar el gran teatro que es el mundo. Su actuación improvisada debe estar únicamente guiada por el título de la obra, que se convierte en norma moral vital: Obrar bien, que Dios es Dios. Tras un tiempo en el que la vida-trama pasa, con las diversas relaciones y conflictos entre personajes, han de salir del teatro, la comedia acabada, y juzgados en la muerte, según cómo hayan cumplido su papel. Convidados a la mesa del Autor, sólo el Rico queda castigado, purgando sus faltas el Rey, la Hermosura y el Labrador, con premio completo la Discreción, y limbo recibe el Niño. La alegoría nos representa cómo la vida es semejante a una representación en la que debemos actuar en concordancia según el papel que hemos recibido por Dios, pero actuando bajo un mismo lema, y por su cumplimiento según nuestra condición, así habremos de tener premio o castigo, una vez desvestidos del papel que nos correspondió en vida.

El pintor de su deshonra, escrito para ser representado ante Felipe IV, gran aficionado al arte de la pintura, nos muestra la historia del pecado original y de la ulterior salvación de la Naturaleza Humana, a través de un lance de amor, honor y de celos. Con notables paralelos de la tragedia homónima en la que está inspirada, se nos presenta al Pintor que tras crear el escenario para su pintura planta en él, dándole vida, a la Naturaleza Humana, Idea perfecta hecha a imagen y semejanza, dotada de gracia, pureza y belleza. Quien será su Esposa, sólo le debe y está obligada a él por la ley del Amor, sin embargo corruptible por el uso del Libre Albedrío. Se le es otorgado el poder divino de nombrar-dominar sobre todas las cosas, excepto una, un árbol. Lucero, secundado por la Culpa, enamorado de la hermosa Naturaleza Humana, y celoso de la perfección divina del Pintor, desea mancillarla y poseerla, para lo cual la engaña creando en ella el deseo de ser como Dios. Una vez desobedecido el mandato divino, la Naturaleza Humana se ve desposeída de sus mejores cualidades y arrastrada por Lucero, cargando su Culpa y su Libre Albedrío. El Pintor, deshonrado, primero inunda el mundo con gran tormenta, porque desea diluir con agua el Mundo-lienzo manchado; al fin perdona la traición pero trama un plan de divina venganza llevado por sus celos, y se hace pasar en el Mundo por hombre cualquiera, pintorcillo que aspira a retratar la Naturaleza Humana: cargado de las flechas del Amor, el Pintor las dispara, y acaba matando a Lucero y la Culpa, quedando la Naturaleza Humana restablecida a su primitiva hermosura con la asistencia de sus originales cualidades y la ayuda extraordinaria de los Sacramentos, aunque condicionada desde ahora al uso del Libre Albedrío por siempre.

Hemos de enfrentar una tragicomedia con dos autos alegóricos, la celebración de la monarquía isabelina llena de filosofía oculta con la exaltación de la teología católica tridentina más ortodoxa. Sin embargo, estos dos marcos aparentemente contradictorios serán tan solo una lectura marco en la que se implican otros varios aspectos con posibles similitudes.



Escenario y representación en Calderón y Shakespeare

Tanto La Tempestad como El gran teatro del mundo y El pintor de su deshonra coinciden en un aspecto básico: cada trama se desarrolla en un paisaje creado o moldeado a propósito por un ser superior que impone sus características o leyes a dicho paisaje. Es decir, la trama nace como resultado de un explícito acto creador que la desencadena, y se relaciona con una previa preparación del escenario por parte de uno de los personajes, que representa la figura del Creador, en diversas facetas: como Autor, como Pintor, como Mago. En este último caso, la faceta creadora se ve desviada en la mayor parte de la obra hacia la figura de Transformador, pero ya matizaremos esta interesante diferencia. En cualquier caso, los tres protagonistas que vamos a estudiar (Autor, Pintor, Próspero el Mago) disponen a su voluntad de un escenario propicio en el que desarrollar sus planes. El Autor diseña sobre el vacío un escenario teatral universal en el que representar la comedia humana y su sentido trascendente; el Pintor plasma sobre el lienzo-mundo, a manera de otro escenario, la representación de la Naturaleza Humana y su historia completa; Próspero, desde su isla conquistada, provoca encuentros y desencuentros en un escenario que responde al de su voluntad para lograr su meta política última. De estos planteamientos se deduce la importante presencia del concepto de escena o escenario dispuesto o creado, la importancia de las tramas como representación de un papel otorgado que ignoran los propios personajes, y por último el efecto último de la lucha establecida mediante la trama y cuyo resultado finalmente otorga y demuestra una autoridad del personaje Creador/Transformador sobre todo lo visto y sucedido dramáticamente. Estos elementos son, por otra parte, claves en una dramaturgia europea en la que la cultura de la imagen, como hemos sugerido antes, lo invade todo. Y toda la cultura del XVII español, sin duda, con sus fastos, fiestas, cabalgatas o emblemas, está invadida de espectáculo, todo se basa en una puesta en escena (Gallego 1972: 132 y ss.), con todo lo que ello implica: representación, y autoridad que la avale.

Los esquemas dramáticos tienen así un paralelismo notable, aunque debemos matizar sus diferencias.

El gran teatro del mundo es la obra teatral diseñada por un Autor, en la que invita a representar improvisadamente a sus personajes según el papel otorgado a cada uno, con la sola condición de actuar lo mejor posible respecto al lema Obrar bien, que Dios es Dios. Este Autor se ha encargado de diseñar el escenario, marco, los papeles, el vestuario y el lance de la obra, aunque propone esa particularidad de obra no ensayada previamente, que permite dejar a libre albedrío, precisamente, la actuación de cada intérprete. Esta figura del Autor como metáfora era sin duda muy efectiva para el público, ya que el autor teatral de la época se convertía en el responsable absoluto de la obra, una mezcla de empresario y al mismo tiempo director teatral (Arellano 1995: 99). Él decidía obra y actores, él pagaba y gestionaba el teatro, él emprendía y arriesgaba la función. Así, la alegoría, como el tiempo ha demostrado, no podía ser más acertada. Se producía asimismo un efecto de teatro dentro del teatro, con lo cual la importancia de la representación de la vida como representación teatral quedaba definida sin duda como reflejo de la realidad del espectador, para quien se evidencia ante los ojos mismos que la vida “es representar, aunque piense que es vivir”. El mensaje didáctico-moral, de trasfondo teo-ontológico, quedaba claro: la vida es una breve actuación improvisada cuya representación será finalmente premiada si, cada uno desde nuestro papel otorgado al nacer, cumplimos con nuestra regla moral de oro: Obrar bien, que Dios es Dios. Calderón representa aquí el sentido de la existencia desde una teología católica de la existencia (un luterano sería incapaz de aceptar la necesidad moral de obrar bien para obtener salvación alguna) al mismo tiempo que está afirmando la irrealidad en la que nos movemos: no parece cuestionarla, pero al mismo tiempo podría permitir a un pensamiento escéptico la inmediata interpretación de la existencia católica como puro fasto, escenario, ficción. Lo que, en definitiva, y con una mirada crítica, es. Esta ambigüedad posible hace del texto de Calderón una lectura muy actual. En cualquier caso, este escenario teatral como metáfora y la vida como representación de un papel dado conectaba perfectamente con la estructura social del barroco español, inmersa por otra parte en un deseo de prolongarla. Así, la propaganda político-religiosa se plantea como elemento inherente a este teatro. Veamos el aspecto de la autoridad: los personajes se hallan a merced de la comedia y de la representación de sus papeles, papeles que toman con sorpresa y confusión, y que en algunos casos los acaban poseyendo, reacios a perderlos tras el fin de la comedia; la comedia se mueve, como en una isla desconocida, por los roces de sus personajes, sumidos en ese brave new world del que se sienten parte marionetas, en parte responsables; el Autor, como hemos visto, premia al final las mejores actuaciones y condena las peores, otorgando a cada uno un valor y un lugar, que les corresponde por méritos. La autoridad del autor queda así estatuida y confirmada, indiscutida sobre la del resto de la compañía, y cada cual debe asumir los resultados. La alegoría nos transmite la evidente conclusión: Obrar bien, que Dios es Dios, si se quiere premio. Y al fin, todo comienza con el Autor y con el Autor acaba, principio y fin de una misteriosa existencia, muy cercana a la experiencia de un sueño que se torna vida.

Es interesante volver a destacar esa situación de los personajes-actores respecto del guión establecido. No hay exactamente guión establecido, sino tan sólo una indicación general (el papel otorgado, el lema universal). El plan del Autor se basa en la interacciones posibles de ambas indicaciones, y eso confiere a la trama un rasgo de experimentalidad existencial y a sus personajes una desorientación relativa, porque como dice Segismundo en La vida es sueño “todos sueñan lo que son / aunque ninguno lo entiende”. Los actores conocen su papel en la vida, pero la incertidumbre de saber si actúan bien o no los convierte en un misterio a sí mismos, y a toda la existencia en un gran experimento. Por ello, podemos concluir que “entre los personajes que pululan en el gran teatro del mundo calderoniano abundan aquellos que han vivido recluidos en palacios, cuevas o prisiones; parten del paradigma de una imaginación que anticipa la experiencia y no de un modelo vivencial de esa experiencia” (Regalado 1995: 450). Dios como experimentador, como Científico; Calderón como teólogo cartesiano: la sombra filosófica del mago creador que se convierte en experimentador científico define aquí la propuesta del Dios calderoniano, un Dios en forma de Autor teatral que plantea su hipótesis en el laboratorio y asiste al resultado disfrutándolo como una comedia. ¿Se puede aspirar a mayor modernidad conservando al mismo tiempo la ortodoxia más aparente? Por tanto, aunque sabemos ciertamente que Calderón se adhiere fielmente a los principios de Trento, debemos al mismo tiempo considerar que “el arte de los autos, aunque arraigado en la fe cristiana, no es reducible a un mundo cerrado, sino que es más bien un paradigma artístico abierto, capaz de despertar motivos olvidados, entre los que se destaca nuestra necesidad de orientarnos por medio de un orden simbólico que nos haga presente una imagen dramática de la existencia” (Regalado 1995b: 32).

Al fin El gran teatro del mundo es imaginación proyectada mediante la imagen de una actuación teatral. Las alegorías se nos presentan entonces como phantasma externo ante nuestra visión atónita y sorprendida, subyugada por un Retablo de Maravillas perfectamente ordenado y con sentido. El discurso de los héroes alegóricos de este y otros autos se transforma ante nuestra mirada en un retablo de imágenes consecuentes, en un teatro de la memoria (Rodríguez Cuadros 2000: 37). De hecho, El gran teatro del mundo representa explícitamente, como todo sistema alegórico bien construido lo hace implícitamente, un evidente teatro de la memoria en el que cada concepto tiene su lugar explicando el universo en su conjunto y el papel particular que aquél cumple en éste. Giulio Camillo Delmilio, profesor boloñés del XVI (Culianu 1984: 67), se hubiera admirado ante este teatro viviente de la memoria que de la Salvación compuso Calderón, y quizás hubiera pensado el erudito italiano si el artefacto de madera que él había intentado elaborar como representación gráfica del teatro de la memoria celestial tenía la fuerza y la efectividad del auto calderoniano. Es interesante que estas técnicas de representación procedentes de la mnemónica habían servido hasta hacía muy poco tiempo como técnicas mágicas aplicadas por los denominados magos renacentistas, también conocidos por herméticos u ocultistas, para tratar de comunicarse con el orden del Universo mediante sus espíritus y poder así predecir o transformar sus movimientos. ¿Asistimos a una perversión?

Prosigamos nuestra senda hasta el siguiente escenario, cuyo protagonista es otra imagen representada, la de la pintura. La pintura pertenece desde la antigüedad griega al centro de las discusiones sobre la mimesis. Platón ya reflejaba el carácter de representación terrenal e imperfecta de la realidad terrenal e imperfecta que es el mundo natural, a su vez reflejo de una pintura perfecta ideada por la divinidad. De nuevo, una situación de cajas chinas y niveles de representación, en esta ocasión el cuadro dentro del cuadro, que implica según Platón una escala ascendente de perfección. Siglos más tarde, con la recuperación de sus teorías en el siglo XV por la escuela florentina encabezada por Ficino, y tamizadas por la visión medieval plotiniana de la belleza y el arte, el asunto de la imitación artística como fiel mecanismo de representación trascendente de la idealidad de las cosas, con la aspiración permanente de alcanzar la perfección del modelo original (Panofsky 1989: 45 y ss.), se convirtió en discusión básica e ineludible durante el Renacimiento (García Galiano 1992). Como veremos, el auto El pintor de su deshonra, se enmarca y desarrolla en torno al código simbólico de un tópico relacionado con lo anterior y especialmente empleado en el Renacimiento: la belleza humana como resultado de la creación divina. Esta beldad representada en el auto por la Humana Naturaleza será la desencadenante de una historia de celos y honor entre el Pintor y Lucero (Dios y el Demonio) que reflejará mediante este lance de tragedia barroca la historia del Pecado Original y la Redención posterior del alma humana. La puesta en escena será en este caso guiada por el universo de la pintura, creando poesía con la forma y los colores, en consonancia literal con el horaciano ut pictura poiesis, motivos el de la pintura y la posía muy cercanos entre sí pues “pintura y poesía son equivalentes para un espectador culto del Siglo de Oro” (Gállego 1972: 180). Representar mediante el color o la palabra remitía a una misma y única imagen en el imaginario aurisecular. Calderón aborda aquí, con estas coordenadas, una historia que hace escenificar el Pintor sobre un lienzo. “En el principio era el Lienzo” nos explica el envidioso Lucero; y a partir de ahí la alegoría crece al compás de una visión plástica de la creación del universo y de la humana naturaleza, cuyo retrato final admira y enamora perdidamente a Lucero:

cubrió el país, y unos y otros
se ostentan a todas luces
tan igualmente famosos
que él mismo vio que era bueno,
complaciéndose gustoso,
al ver que vivo y pintado
no se distingue uno de otro;
mas nada de esto me da
tanto sobresalto como
ver que de aquel ejemplar
de su idea, en quien yo absorto
miré mi primera ruina,
quiera sacar misterioso
a luz el retrato, siendo
de sus primores el logro
una imagen a quien ya
me parece que me postro,
y que a su beldad rendido,
por no adorarla la adoro.

La Naturaleza Humana, a la que dotará de aliento unos versos más abajo, es obra perfecta de Dios, simulacro divino, en la tradición de la donna angelicata procedente del amor cortés medieval (Lida de Malkiel 1975). Así, el Pintor es pintor divino, a diferencia del hombre, cuyos límites son evidentes: “De la gran naturaleza / son no más que imitadores / (vuelve un poco) los pintores” dice Juan Rana, el pintor de la tragedia calderoniana homónima, que no puede pintar la extrema belleza de su mujer, en contraposición con la capacidad de Dios por haberla pintado a ella en el mundo (Rull 2000: 28; Regalado 1995b: 327 y 331). Sólo Dios puede pintar la Idea, arquetipo ejemplar. El hombre renacentista había perseguido dicho ideal en todas sus facetas, que cruzaba el arte y las ciencias conocidas: buscó imitar a Dios, perseguirlo concéntricamente en un ascenso platónico, reflejarse en su ser en perfecta imagen y semejanza, mediante el camino del Eros; y poblaron el occidente de Ideas, explotaron las utopías, crearon una cultura llena de imágenes cuya belleza pretendía alcanzar la belleza transcendente y vencer con ella lo siniestro de la existencia. He ahí el origen del mago renacentista, modelo que nos servirá dentro de unas líneas para tratar nuestro próximo protagonista, el Próspero shakespeareano. Y en cierto modo he aquí a un héroe alegórico y renacentista, un Pintor divino que ha creado un paisaje y un ser perfecto. Sin embargo, Lucero, enamorado al estilo neoplatónico por la visión de tal imagen, logra quebrar la autoridad del Amor que une a criatura y creador, y picar el deseo de este ser para obtener su voluntad; como ya explicamos más arriba, la Naturaleza Humana es conquistada por Lucero hasta que el Pintor, atormentado por los celos y la sed de venganza, se cuela en el lienzo mancillado como un pintor humano y devuelve mediante la ley del Amor, que había sido rota, la original naturaleza a su creación. Este Amor cristiano como ligazón natural con la divinidad es también una concepción que reanimó el neoplatonismo renacentista y que, ligada a la teoría de la imitación de la Idea y a la asunción de la belleza como resultado y efecto de un acto creador, son elementos que estructuran este auto sacramental. La trama pone de manifiesto, mediante un paralelo con la tópica infidelidad matrimonial, esa lucha bíblica que se establece entre Dios y el Ángel caído por conquistar para sí el alma humana, origen bíblico de la leyenda fáustica, que Calderón actualiza en El mágico prodigioso. Todo ello dentro de una solución redentora que es la que ofrece la Iglesia católica. El Pintor, que de nuevo lo vemos aquí como un experimentador de vivencias al colocar a su creación en situación de elegir, reafirma finalmente su autoridad como protector y dueño último de su creación, asegurando el plan divino propuesto. De nuevo el Libre Albedrío es el elemento desestabilizador y el que ofrece un dinamismo a los avatares del alma humana. Para los espectadores del barroco este y otros autos debían ser, en los albores del método científico, poco menos que una hermosa demostración científica representada y experimentada, en la que el resultado era siempre el mismo, con vigor de ley natural fortalecedora de un código de valores que aseguraba una solución universal inequívoca de aplicación particular. La hipótesis teológica sugiere una ley moral cuyo cumplimiento se resolvía en un mismo resultado aplicable a cada uno. En nuestro caso se ha realizado mediante una fantasía en la que el Pintor da vida a su cuadro perfecto: como si en un laboratorio alquímico de colores se encontrase, el Pintor insufla la vida para observar la historia de la Salvación. Imagen en la imagen, que a su vez es reflejo de la imagen en la que se ve el propio espectador.

El Universo se concibe mediante estas alegorías imaginarias en un enigma visible, en el que cada elemento puede adquirir un significado simbólico trascendente. Un iconólogo de la talla de Julián Gállego (1972: 32-33) describe este proceso en el que el barroco español es su cénit: “A finales del siglo XVI era la fábula sentenciosa y enigmática; toda la Naturaleza era como un libro escrito en clave, en cuyas páginas podía el erudito leer ejemplos y consejos. A lo largo del XVII, esos misterios, tras haberse disimulado bajo las más triviales apariencias de la vida cotidiana, terminan por estallar, como en una apoteosis de juegos artificiales, hasta no dejar más que una monótona humareda. A su vez, el siglo XVIII va a considerar la Naturaleza, no ya como un jeroglífico que hemos de descifrar, sino como una fuente de conocimientos concretos, gracias al trabajo y al estudio objetivo, a la observación y experimentación. El mito queda así relegado al secundario papel del divertimiento mundano, o al mucho más aburrido de alegoría presuntuosa y fácil, lenguaje publicitario, imperioso y pobretón, abierto a todos”.

Símbolos, misterios, fantasmas y visiones. Muy diferentes historias y tradiciones confluyen en el auto sacramental, con gran versatilidad, ofreciendo los más diversos relatos (y a la vez uno solo) ante nuestra fantasía. Así, el auto sacramental, cuya poética se conoce precisamente con el nombre de Fantasía (Arellano 2001: 87), “se trata de una representación fantástica, y por consecuencia, goza de toda libertad con la que la imaginación derrumba las barreras de la experiencia ordinaria (…). Pero aunque posee la libertad de la fantasía, no es obra de fantasía ilimitada, ya que es conceptual y por tanto limitada por el alcance de sus conceptos” (Parker 1983: 66-67). En esta literatura que aúna ortodoxia y fantasía, Calderón aprovecha bien su libertad al mismo tiempo que se atiene a sus limitaciones y conceptos, en un ajuste perfecto a una estructura político-religiosa de imposición social que Tierno Galván (1981: 1695) ha considerado representada por la cultura del principio de autoridad.

Si bien el renacimiento fue una cultura de lo fantástico (Culianu 1984: 253), creo que a través de los autos sacramentales calderonianos estudiados hasta ahora puede apreciarse la huella de todo ello (imagen, escena, fantasma, visión, teatro de la memoria) en el barroco, quizás presente gracias a la reacción contrarreformista que protegió y apoyó desaforadamente el culto a la imagen, como también lo hizo la puesta en escena que implica la lectura y aplicación en la época de los difundidos Ejercicios espirituales de San Ignacio de Loyola, auténticos teatros de la memoria para la meditación espiritual.

Pero esta cultura de lo imaginario nos conduce inmediatamente a la magia ejercida en el período anterior, puesto que había sido la magia renacentista la que se había servido de la fantasía de la imagen para establecer y desarrollar mediante ella una serie de técnicas imaginarias que la hacían posible. Volando con la imaginación viajamos a nuestro tercer escenario, la isla misteriosa cuyo dominio absoluto pertenece a Próspero el Mago. Y explicaremos cómo funciona su magia.

Próspero nos recuerda la figura de un semidiós, hombre con poderes sobrenaturales. En su atuendo destaca un manto de invisibilidad, sin duda mágico, como manto estrellado llevaba la alegoría divina del Autor en El gran teatro del mundo, símbolo de su sobrenaturalidad (Arellano 2001: 94) y, por cierto, nuevo guiño calderoniano al hermetismo perseguido en su época. Próspero provoca una tempestad de la que nadie sale herido; a través del espíritu Áriel y compañía, Próspero ordena una serie de sucesos que permiten dispersar en primer lugar a los náufragos; en segundo lugar atraer al joven Ferdinand hasta la presencia de su hija Miranda, de quien se enamora neoplatónicamente a primera vista (“Sólo con mirarse / basta para que se enamoren”); prever y evitar el asesinato regio fratricida tramado sobre el durmiente y desconsolado rey de Nápoles, que ha perdido en el naufragio reino e hijo (suponen ahogado a Ferdinand); prever y evitar una conspiración (bastante torpe y ridícula, por cierto) contra su propia vida, liderada por Cáliban y apoyado por Stéfano y el bufón Trínculo, que quieren adueñarse de la isla; diseñar dos fantasías: la primera un banquete ilusorio ante el grupo mencionado, con la aparición repentina de espíritus aterradores recordándoles la traición hecha doce años atrás al usurpado Próspero; la segunda una mascarada fantástica de tema mitológico ofrecida a los dos jóvenes enamorados como anticipado regalo de bodas. El espíritu Áriel, que tiene a su cargo otros espíritus menores, se constituye así en mensajero y ejecutor de los deseos de Próspero, que en todo momento supervisa y anticipa los movimientos siguientes de los diferentes personajes sobre el escenario de la isla. ¿Cómo es esto posible, cómo alcanza Próspero, hombre, este poder de dimensiones divinas?

Próspero llega a afirmar que en Milán “mis libros eran mi ducado” y considerado entre los duques con gran reputación y dignidad, no tenía rival alguno en el estudio de las artes. No tarda en dedicarse a la elevación del espíritu, abandonando la mundanidad de sus responsabilidades políticas. Esto es lo que aprovecha su hermano para ocupar su puesto y poner contra él a sus más fieles seguidores. Cuando Próspero, con Miranda niña en brazos, se salva por divina providencia en la isla, desembarca exiliado con sus libros más importantes, escondidos en la barca gracias a Gonzalo, su viejo consejero. En la isla tiene tiempo, pues, de perfeccionar sus artes y también de instruir a Miranda en cosas que otras princesas no aprenden. Sin embargo, Miranda no es educada en la magia de su padre, como lo demuestra su indefensión ante el demonio monstruoso Cáliban, encarnación del mal que busca mancillar brutalmente su pureza virgen (“¡sólo sirves para el mal” le recrimina Próspero, tras evitar la violación de su hija). Si reflexionamos sobre los acontecimientos producidos por Próspero y observamos su declarada vida dedicada al estudio, comprenderemos que Próspero se corresponde perfectamente, en un escenario un tanto dominado por las criaturas mágicas de origen celta, con el arquetipo de mago renacentista.

Para el mago renacentista, diseñado en su fundamento por el florentino neoplatónico Marsilio Ficino, la magia (Culianu 1984: 129 y ss.) se logra mediante el amor (eros): éste, procedente del rayo divino que cruza y anima, en un descenso graduado, toda la creación desde Dios hasta la materia, y viceversa, comunica cada elemento del Universo entre sí, concéntricamente en torno al origen, centro de todas las cosas. Según esto, todo el cosmos es un sistema vivo y conectado jerárquicamente cuyos elementos se influyen amorosamente entre sí. Ésta es la razón justificativa y verificadora de la existencia de la astrología, de la alquimia o de la medicina antigua, que evolucionarán poco a poco hasta la física mecánica. En fin, gracias a este funcionamiento compartido por todo el universo, se pueden descubrir, mediante el ejercicio de nuestra fantasía (conocimiento intelectual), cuáles son las diferentes relaciones y simpatías amorosas entre los elementos, y tras ello, por el mero hecho de pertenecer nosotros también a ese sistema de influencias, podemos alcanzar mediante técnicas de la fantasía la simpatía amorosa de un determinado elemento para que a su vez influya en otro simpáticamente. Esto es en esencia la magia. Por supuesto, estas complicadas operaciones fantásticas y eróticas exigen enormes y profundos conocimientos, que se adscribían a la filosofía oculta, ciencia compuesta por la síntesis de una diversidad de lejanas tradiciones herméticas orientales (árabes, judías, egipcias) más el neoplatonismo occidental.

Los elementos simpáticos superiores al hombre son conocidos como espíritus o demonios: existe toda una categorización o clasificación de ellos, que contempla la demonología (Culianu 1984: 195 y ss.). La acción mágica lograda a través de estos espíritus superiores, la más alta magia, se denomina demonomagia, o teurgia, y es la que practica Próspero mediante la invocación de Áriel, que está preso de su voluntad. Próspero no permitirá otorgar una merecida libertad a Ariel hasta ver cumplidos todos sus deseos según el plan previsto. Para el mago renacentista estos demonios, figuras del pensamiento (imágenes fantasmas), se invocaban mediante procedimientos y técnicas mnemónicas en las que la palabra simbólica era fundamental, y por ello la cábala hebrea adaptada al cristianismo por Lulio y sobre todo Pico de la Mirandola (Yates 1992: 29; 36 y ss.) fue una de las técnicas más sofisticadas del mago renacentista. Próspero, que acude a la demonomagia, no obstante, en contra de lo que su origen italiano supondría, y descubriendo así la pertenencia de público y autor a la mítica Albión, alude a fórmulas un tanto más populares y familiares que invocan toda la fantasmagoría de la tradición celta:

Oh, vosotros, elfos de las colinas, riachuelos, lagos
tranquilos y bosques; y vosotros, que sin dejar huella
en la arena perseguís a Neptuno cuando se retira
para huir corriendo si retorna; vosotros, duendecillos
que a la luz de la luna hacéis cercos de hierba amarga
que la oveja no quiere comer; y vosotros, que por diversión
criáis hongos nocturnos; que con gran alboroto
oís el toque de queda solemne, con cuya ayuda,
-oh débiles maestrillos- he oscurecido el sol
de mediodía, he despertado los vientos impetuosos
y desatado en guerra estruendosa el verde mar
contra la bóveda de azur; yo he prendido el fuego
del terrible trueno estrepitoso, y he astillado
el roble de Júpiter con su propio rayo; hice temblar
promontorios de base firme; y de cuajo arranqué
pinos y cedros; y a mi señal las tumbas despertaron
a los muertos y se abrieron para dejarles huir,
gracias al poder de mi arte.

Áriel es un espíritu juguetón que lo mismo se transforma en ninfa que en arpía, según la necesidad. Desde luego, es un espíritu benéfico, si atendemos a la demonología neoplatónica de Porfirio y Jámblico: un espíritu procedente de la zona sublunar, “poblada de demonio aéreos, acuáticos y terrestres, que provocaban las calamidades cósmicas y las pasiones individuales” (Culianu 1984: 197). Sin duda Áriel pertenece al aire y al agua, pues siempre va volando o nadando; como tal es espíritu bueno y puede conceder “beneficios de toda la esfera de la naturaleza y de la existencia social” (Íbid.). Por el contrario, el demonio monstruoso e incivilizable Cáliban, hijo de la bruja Sycorax, legendaria habitante y antigua dueña de la isla, procede de la tierra y resulta un malvado antagonista, si bien dominado en última instancia por Próspero, al que le debe obediencia de esclavo porque fue salvado de una maldición; como demonio terrestre es malo y pernicioso si se enfurece, y su cuerpo mortal “necesita ser alimentado. Cuando están contrariados, no retroceden ante ninguna maldad y provocan pasiones funestas en la fantasía humana, y también fenómenos físicos como los terremotos o la destrucción de las cosechas” (Íbid.). Cáliban se alía con el mayordomo y el bufón y los convence para luchar contra el mago que lo tiene esclavo y le ha robado la isla de su madre muerta: los dos borrachos aceptan, pidiendo para sí puestos de poder para una isla ridícula sin súbditos. En el texto citado más arriba, hemos observado que gracias a la compañía de espíritus benéficos liderados por Áriel, Próspero reconoce haber ejercido como notable hechicero sobre la naturaleza que le rodea hasta el punto de convertirse en auténtico nigromante (se comunica e incluso resucita a los muertos). Cultiva un tipo de magia ceremonial del más alto nivel. Lo cierto es que en Europa, ya durante toda la Edad Media, se había perseguido toda magia que no fuera natural por considerarse demoníaca. El fenómeno, tras sufrir un proceso de encantamiento durante el renacimiento (Alonso Palomar 1994), se vuelve más virulento que nunca al ser perseguido por la reforma y la contrarreforma, consumándose numerosos procesos inquisitoriales por toda Europa sobre todo en el siglo XVII. El cristianismo, firmemente desde San Agustín, había dispuesto que cualquier hecho realizado a través de la ayuda de espíritus o demonios no podía provenir de Dios, sino de Lucifer. Sin embargo, los milagros por intercesión divina, eran aceptados como buenos. La Iglesia, al parecer, decidía unos y otros. Esto permitió en un principio combatir la idolatría y posteriormente la superstición y la práctica popular de la hechicería, muy popular durante la Edad Media entre todas las clases sociales (Kieckhefer 1992). La magia natural o blanca, con fines curativos y benéficos, derivada de leyes naturales causa-efecto, se mantuvo siempre en el centro de las discusiones, pero fue generalmente defendida, al igual que la astrología judiciaria que no buscase alterar el destino de los hombres. Próspero, sin lugar a dudas, incumple todos estos preceptos, incluso el beneficiarse de los astros para cumplir su cometido felizmente.

y yo que leo el futuro
sé que mi cenit depende del auspicio de una estrella
y si no busco con halagos su influencia, si no la busco,
me abandonará mi suerte.

Como para los alquimistas, los astrólogos y los poetas del amor, toda obra y acontecimiento único del cosmos tiene su día y su hora exacta en la que deben iniciarse. Así lo aplica Próspero mágicamente, y ya veremos más adelante el lugar que ocupa el amor en esta obra de magia, fantasmas y política.

Como un perfecto adivino se nos presenta Próspero durante todo el drama, al prever el comportamiento de los personajes; y como en un juego de los hados de dios griego, controla sus movimientos y pensamientos. En efecto, los personajes deambulan por este escenario preparado por el mago, ajenos a su destino, inmersos en un lugar desconocido, misterioso y sobrenatural, como si hubiesen sido arrojados a un misterioso teatro del mundo creado para la pesadilla. Los títulos sociales dejan de funcionar en cierto modo; todos ven, si no alteradas, al menos amenazadas sus jerarquías, la autoridad se ve en peligro por la confusión. Sus acciones, establecidas en ese marco escénico de excepción en el que el papel social otorgado hasta entonces queda en suspenso, responden fundamentalmente a la traición de la autoridad establecida: Sebastián desea asesinar a su hermano el rey de Nápoles para obtener a su regreso el poder; Cáliban desea asesinar a Próspero para ostentar el poder de la isla, por considerarlo usurpador. Sin embargo, todos desconocen que actúan en un reino -una isla vacía, abandonada, atemporal y en cierto modo utópica- donde una autoridad suprema y absoluta se impone sobre la voluntad de sus habitantes, los designios de los hombres, una autoridad que representa Próspero mediante su magia, una magia calculadamente manipuladora.

Excelente ha sido, oh Áriel, tu representación
de la arpía; ha sido de una gracia devoradora.
De las instrucciones que te di no has olvidado
ni una sola palabra. Así pues con gran viveza
y extraordinaria diligenciamos espíritus menores
han representado su papel. Mis hechizos
potentes ahora operan. Y mis enemigos, en su delirio
están encadenados bajo el poder de mis artes.

Próspero ha logrado aterrorizar al rey de Nápoles y sus acompañantes mediante una fantasía espectacular que, teatro en el teatro, se ha hecho visible ante la imaginación del grupo, como proyección fantasmagórica vengadora de la voluntad del mago. En ella se les ha recriminado la traición contra Próspero, provocada tiempo atrás. El grupo queda paralizado, en estado de espanto, cercano a la locura. Esto sucede porque los fantasmas dirigidos por Próspero se imponen exteriormente e invaden la mente de nuestras víctimas: “en el caso del mago, los fantasmas son producidos voluntariamente y dirigidos por el operador, mientras que, en el caso del enfermo, se le imponen como realidades extrañas, lo poseen” (Culianu 1984: 173). Este acontecimiento demuestra que Próspero domina a la perfección, sin duda gracias a largas horas de estudio y meditación, el arte de manejar los fantasmas, ligado al arte de la memoria. Para ello ha debido comprender que en el universo cada individuo y cada objeto está ligado a otros por vínculos eróticos (Culianu 1984: 175) y ha simpatizado con los vínculos adecuados para ejecutar diferentes actos a través de los fantasmas o espíritus convocados. Con ello ha manipulado la realidad a su alrededor, no solamente la física (tempestad) sino también la psicológica de aquellos individuos sobre los que actúa, hasta el punto de dejarlos en un estado de hechizamiento cercano a la locura. Así, Próspero se nos presenta como un manipulador de la mente humana, un seguidor de la figura del mago propuesta por Giordano Bruno en su De vinculis in genere y que culmina todo un modelo de magia renacentista. El mago bruniano es en esencia un manipulador de la psicología individual y de masas, que tiene un conocimiento perfecto del sujeto y sus deseos (Íbid.: 133), lo que le permite vincularlo mediante la principal de las operaciones mágicas: la fantasía (Ibíd..:135). Así es: Próspero conoce a la perfección las ambiciones y deseos de cada personaje, y ello le permite actuar a tiempo en propio beneficio. En algunos momentos representa fielmente las teorías de Bruno: “La acción mágica tiene lugar por un contacto indirecto (virtuales seu potentialem), a través de sonidos y figuras que ejercen su poder sobre los sentidos de la vista y el oído. (…) Pasando por las aberturas de los sentidos, imprimen en la imaginación ciertos afectos que son de atracción o repulsión, de goce o repugnancia” (Íbid.: 134). La fantasía horrorosa infundida por Áriel mediante su aparición acompañada de ruidos, música y voces dejan clara la naturaleza de esta operación: primero aparece una mesa con viandas y después truena, llega Áriel en forma de arpía, les habla, y “desaparece entre truenos. Música. Vuelven a aparecer las formas caprichosas. Y bailando, con gestos burlescos, se llevan la mesa”. Desde luego, esta acotación escenográfica nos muestra la faz bruniana de Shakespeare aplicada a su personaje.

Todo en La Tempestad se convierte en fantasía, en sugerencia fantasmal, donde ficción y realidad, vida y representación, se cruzan, funden y confunden. Ferdinand descubre a Miranda y la cree pura maravilla (“¿sois doncella o maravilla?”), en la tradición de la donna angelicata. A Miranda le ocurre lo propio con Ferdinand, y también en el encuentro final con toda la comitiva, pues lleva toda su vida sin conocer seres humanos, cual Segismunda forzada . El grupo de hombres de estado asiste a varios sucesos que no dudan en atribuir a cosa de fantasía, milagro o maravilla. Cuando Próspero se les aparezca definitivamente, pues queda invisible ante aquellos mortales durante la trama, nadie pensará sino que sueñan o alucinan. Como dice el sabio Gonzalo hacia el desenlace de la obra: “Que todo sea cierto / o que todo sea un sueño, no podría jurarlo”

Así, sumidos como en un sueño donde todo es posible, unos y otros se ven como fantasmas y ven fasntasmagorías colectivas. El arte imaginario del mago establece así un escenario complejo y global, un sueño de la imaginación en el que la única autoridad que lo domina todo es la de Próspero, cual autor teatral ante la dirección de su obra. El público, como ya destacaremos, asiste también fascinado a dicha ensoñación.

Pero ¿qué pretende Próspero con estas manipulaciones? Demostrar que un crimen de lesa majestad cometido hace tiempo no queda impune nunca, y recordar una culpa no penada. En realidad, Próspero, como otros héroes del teatro shakespeareano, se erige juez autorizado y busca restaurar un orden legal perdido mediante el crimen. Así le sucede a Hamlet, cuya misión se plantea inevitable y de justicia divina porque el crimen cometido clama al cielo. En La Tempestad el crimen es una usurpación y un exilio forzoso, con una condena a muerte en el ancho mar. Próspero reclama su ducado como hombre, y contiene su venganza mediante piedad humana. Antes de deshacer el hechizo que mantiene paralizado a sus antiguos intrigantes, se compadece de ellos, renuncia a la magia, se deshace de sus atributos sobrenaturales (manto, libro, varita) y busca su antigua espada de duque, para presentarse ante los asustados y sorprendidos invitados como el antiguo duque de Milán. Por supuesto, ellos no entienden lo sucedido y Próspero promete al rey de Nápoles una narración posterior, que nunca sabremos cómo será. Reclama finalmente su ducado y perdona a los traidores: la falta de resistencia es debida sin duda a los efectos de la magia efectuada, a la experiencia vivida que les hace reconocer públicamente su pecado. Cuando Próspero devuelve a su padre a Ferdinand, que juega al ajedrez amorosamente con su prometida, el rey de Nápoles no puede menos que emocionarse de encontrar heredero y heredera al trono napolitano, cuando creía ahogado a su hijo. Seguramente ese ajedrez marcaría la posición de jaque mate tan perfectamente tramada por Próspero, que no sólo recupera su ducado sino que casa a su hija y la convierte en heredera de dos territorios: el suyo recuperado y el de su antiguo enemigo. Todo un estratega político. Harold Bloom no entiende la renuncia a la magia de Próspero: “Ser duque de Milán es ser simplemente un potentado más; el arte abandonado era tan poderoso que la política es absurda por comparación” (Bloom 2002: 771). Quizás esa renuncia a la autoridad otorgada por la magia tenga sentido sólo como culminación lógica de un plan, como una misión cumplida. Restituido el orden, abandona unos poderes que no iba a poder ejercitar en la civilizada Milán: sólo eran adecuados y precisos para una isla despoblada que únicamente podía habitarse con fantasmas. La autoridad perdida, como si el mago quisiera redimir ante el mundo el abuso cometido por la manipulación mágica efectuada, devuelve a Próspero en cierto modo una dignidad de hombre anciano a la que había renunciado por ejercer su poder de mago. Ha superado su propia magia. Además, el amor a Miranda es el que ha guiado sus actos: “Nada hice sino velar por ti, nada que no fuera por ti, hija mía, mi pequeña”, le dice para justificar la horrorosa tempestad que ha causado, y como si ya quisiera justificar el resto de lo que sabe que va a acontecer. El amor (eros) es el vínculo esencial de la magia, sin el cual no hay comunicación entre los elementos del Universo: Próspero representa el vínculo amoroso de toda la trama y todas las operaciones mágicas, imán atractor de todas las voluntades. Una vez ganada la batalla para Miranda, por cuya salvación ha iniciado todo, y atrapados Miranda y Ferdinand por el vínculo de la fascinación erótica, ese vínculo nuclear que hasta ahora representaba Próspero deja de tener sentido. De forma un tanto paralela, pero en versión política, a la trama salvífica de El pintor de su deshonra, Próspero devuelve a su hija lo que le corresponde por designio divino, su condición de princesa, y lucha contra el mal demoníaco representado por Calibán. Al fin, dentro de la disputa de autoridades que se establecen en la trama (la de Calibán, la del hermano usurpador, la de Próspero), sólo queda magnificada, ensalzada y justificada la del mago renacentista, que, no olvidemos, deja por fin paso a la autoridad del amor representada por los dos jóvenes amantes.

En el contexto histórico, se ha relacionado firmemente la figura de Próspero como representante de la mágica época isabelina, una transposición del doctor Dee, protegido de la faeree queene Isabel. John Dee, erudito, matemático, mago, cabalista y alquimista, fue un decantado y respetado neoplatónico seguidor de la magia de Agrippa (De oculta philosophia) que llegó a coincidir con las tesis de Giordano Bruno (Yates 1993: 83-98; Yates 1990: 375-395). El final de sus días, bajo el signo de Jacobo I, declarado perseguidor de magos y brujos, lo convirtió para la historia posterior en un vulgar charlatán y conjurador. Fue íntimo amigo de Philip Sydney, cabeza del movimiento poético isabelino y autor del poema alegórico-simbólico The faeree Queene, cuyo hechicero podría ser el propio Dee. Desde esta perspectiva, parece evidente que Shakespeare estaría reclamando la autoridad y los valores de una época pasada y cuya autoridad transfería, por medio de Próspero, a la pareja de recién casados que aparece en la tragicomedia y que, a su vez, estaban presentes observando la representación. De nuevo el juego de cajas chinas apreciado en la cultura barroca española se reproduce también en la inglesa, esta vez con la intención de implicar, a través de esa escenificación mágica, a los propios espectadores, quizás con la búsqueda de una fascinación que moviera mágicamente los ánimos también políticamente, hechizados por los vínculos de la fantasía, hacia una recuperación de un orden perdido y que aún muchos anhelaban. El mago manipulador Shakespeare.

Aunque Próspero, el favorecido, un antifausto, un Simón Mago que arroja a las aguas el libro de la magia para no ser acusado de hechicero, quiere y debe también devolver a la realidad a quienes han asistido a su representación: no solamente los personajes afectados han de salir de la isla encantada y sus hechizos, sino también el público, al que en el epílogo final, interpretado comúnmente como una despedida como autor teatral del propio Shakespeare, se le insta al público a aplaudir para deshacer el hechizo teatral, “no queráis abandonarme / en esta isla desolada, cautivo de vuestro hechizo”. Él ya ha renunciado a la magia, ahora le toca al público. Pues ante el público esta representación, en los códigos culturales ya descritos, no deja de ser una evidente fantasmagoría, es decir, una operación mágica realizada por el autor teatral con el fin de fascinar y hechizar a su público. Toda una poética de la representación.

En definitiva, La Tempestad es también un experimento escenográfico que Próspero como mago lleva a cabo en su isla desierta, dejándola poblarse durante unas horas de un rico entramado de utopías y traiciones que los personajes practican en torno a la idea del poder. Ese particular teatro de la memoria hace de próspero un mago que impone su visión sobre las otras por su mayor poder sobre los otros: entre el creador de fantasías y el estratega político, Próspero se mueve como un antecesor del científico moderno, que a partir del mago renacentista, y mediante la influencia de Paracelso y el rosacrucismo (Yates 1993: 347-351), se abre camino poco a poco dejando atrás el imaginario simbólico (por la prolongada censura mágica) y centrándose en la prueba experimental (Culianu 1984: 286).



El poder y la imagen

Sin duda Shakespeare buscaba evocar y apoyar una imago mundi que el círculo neoplatónico del príncipe Enrique deseaba recuperar, aunque las condiciones fueran ya adversas: el renacimiento isabelino; Calderón, al mismo tiempo, tenía la exigencia de apoyar también una imagen del mundo que era compartida por toda una cultura nacional: la ortodoxia tridentina. Ambos, en diversos sentidos, acaban aludiendo a técnicas similares cercanas a una cultura de la imagen y la escena, muy ligada a su vez al hermetismo y simbolismo desarrollado desde el Renacimiento europeo. El Dios alegórico del Autor y el Pintor calderonianos no andan demasiado lejos, por tanto, de las técnicas usadas por Próspero, aunque sus esferas y fronteras culturales sean distintas. El teatro es representación imaginaria ante la vista de la fantasía. Por ello, nos cabe sugerir que si el Próspero de La Tempestad utilizó la técnica bruniana de la manipulación para crear unos efectos de sumisión ante quienes eran invadidos por la visión fantástica, penetrando mediante un imaginario con los sonidos y colores para hechizar a los hombres, ¿no nos encontramos en una situación similar cuando tratamos el teatro barroco español, que busca sin duda un beneficio político-religioso de sus representaciones fantásticas?

¿Qué diferencia hay entre la técnica de Próspero, que acaba fascinando a sus víctimas, haciéndoles errar y dudar de lo que ven, admirarse y entender apenas su papel, y la propuesta ideológica desprendida de autos como El gran teatro del mundo o El pintor de su deshonra, donde como Autor y como Pintor ejerce Dios su poder y su magia particular, estrechando unos vínculos afectivos con la psicología de cada individuo entre la masa del público? Como un auténtico Retablo de Maravillas se nos muestra en los autos calderonianos un universo fantástico que al fin instituye un orden y un sentido particulares a los hombres. Shakespeare busca quizás lo mismo, sólo que desde la oposición política, con su Imperio de la Faeree Queene.

Y en definitiva, ¿cómo repercutió este instrumento mágico en la cultura aurisecular española, al recibir ortodoxia católica mediante las técnicas que Bruno especifica como mágicas y manipuladoras, usadas por aquellos que lo quemaron en la hoguera? Es una interesante perspectiva desde la que quizá no se ha reflexionado lo suficiente al analizar los textos literarios: pensemos que además en la teoría bruniana, “exceptuando al manipulador, porque se supone que puede ejercer un control absoluto (por lo menos teóricamente) sobre su propia imaginación, el común de los mortales está sometido a unas fantasías descontroladas. Sólo las profesiones especiales (como la del poeta o el artista) exigen la aplicación voluntaria de la imaginación; para los demás, el campo de la imaginación queda abierto a cualquier causa externa. En este caso, hay que distinguir entre las fantasías provocadas por una acción voluntaria del sujeto, pero de otro orden, y las fantasías cuyo origen está en otra parte. Estas últimas, a su vez, pueden haber sido provocadas por los demonios, o inducidas por una voluntad humana” (Culianu 1984: 135). Una voluntad humana con autoridad que a través del poeta o del artista (ese Autor, ese Pintor) permite toda una estrategia de control de masas. Más si tenemos en cuenta que el eros se constituye como el mayor instrumento manipulador, entendiendo por eros en el sentido de aquello que se quiere, desde un simple deseo hasta las mayores ansias del poder. La fe, en intrínseca relación con ese deseo erótico y la fantasía que lo vincula, es además el vínculo de vínculos para Bruno, que hace necesaria en el operador una fe activa y en el sujeto de la operación una fe pasiva. La fe, por otro lado, es el gran tema de las luchas religiosas iniciadas en Europa en el XVI, que arrecian en el XVII. Bruno también señala que los ignorantes son las personas mejor dispuestas a dejarse convencer por los fantasmas de la teología y medicina (Culianu 1984: 134-138). Y “cabe recordar aquí que la propia Inquisición se servía ampliamente del arma del imaginario; sólo que lo había vuelto contra la cultura de la edad fantástica” (Culianu 1984: 261). Sólo así se comprende el fenómeno obsesivo y de magnitudes hasta entonces impensables de la persecución de la brujería, animado por el ferviente uso oficial de fantásticos manuales demonológicos como el de Jean Bodin, el de Martín del Río o el Malleus Maleficarum. Fe, fantasía, vinculaciones en masa por la imagen en la búsqueda de la manipulación de los intereses políticos y religiosos. Un paradigma sociocultural derivado de todo ello que nos recuerda, como al propio Culianu, al mago actual como evolución particular del modelo de Giordano Bruno: un mago representado por el publicitario, el analista, y otros oficios que basan su existencia en la psicosociología y sus derivados, actual demonomagia para la manipulación fantástica (Culianu 1984: 149).



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Calibán, Apuntes sobre la cultura de nuestra América

Roberto Fernández Retamar
(La Habana, 1930)

Calibán
Apuntes sobre la cultura de nuestra América



PARA LA HISTORIA DE CALIBÁN


Calibán es un anagrama forjado por Shakespeare a partir de “caníbal” —expresión que, en el sentido de antropófago, ya había empleado en otras obras como La tercera, parte del rey Enrique VI y Otelo—, y este término, a su vez, proviene de “caribe”. Los caribes, antes de la llegada de los europeos, a quienes hicieron una resistencia heroica, eran los más valientes, los más batalladores habitantes de las mismas tierras que ahora ocupamos nosotros. Su nombre es perpetuado por el Mar Caribe (al que algunos llaman simpáticamente el Mediterráneo americano; algo así como si nosotros llamáramos al Mediterráneo el Caribe europeo). Pero ese nombre, en sí mismo —caribe—, y en su deformación caníbal, ha quedado perpetuado, a los ojos de los europeos, sobre todo de manera infamante. Es este término, este sentido el que recoge y elabora Shakespeare en su complejo símbolo. Por la importancia excepcional que tiene para nosotros, vale la pena trazar sumariamente su historia.
En el Diario de navegación de Cristóbal Colón aparecen las prime­ras menciones europeas de los hombres que darían material para aquel símbolo. El domingo 4 de noviembre de 1492, a menos de un mes de haber llegado Colón al continente que sería llamado América, aparece esta anotación: “Entendió también que lejos de allí había hombres de un ojo, y otros con hocicos de perros, que comían a los hombres”;[3] el 23 de noviembre esta otra: “La cual decían que era muy grande (la isla de Haití), y que había en ella gente que tenía un ojo en la frente, y otros que se llamaban caníbales, a quienes mostraban tener gran miedo...” El 11 de diciembre se explica “que caníbal no es otra cosa sino la gente del gran Can”, lo que da razón de la deformación que sufre el nombre caribe —también usado por Colón: en la propia carta “fechada en la carabela, sobre la Isla de Canaria”, el 15 de febrero de 1493, en que Colón anuncia al mundo su “descubrimiento”, escribe: “Así que monstruos no he hallado, ni noticia, salvo de una isla (de Quarives), la segunda a la entrada de las Indias, que es poblada de una gente que tienen en todas las islas por muy feroces, las cuales comen gente humana”.[4]
Esta imagen del caribe/caníbal contrasta con la otra imagen de hombre americano que Colón ofrece en sus páginas: la del arauaco de las grandes Antillas —nuestro taíno en primer lugar—, a quien presenta como pacífico, manso, incluso temeroso y cobarde. Ambas visiones de aborígenes americanos van a difundirse vertiginosamente por Europa, y a conocer singulares desarrollos: el taíno se transformará en el habitante paradisíaco de un mundo utópico: ya en 1516, Tomás Moro publica su Utopía, cuyas impresionantes similitudes con la isla de Cuba ha destacado, casi hasta el delirio, Ezequiel Martínez Estrada.[5] El caribe, por su parte, dará el caníbal, el antropófago, el hombre bestial situado irremediablemente al margen de la civilización, y a quien es menester combatir a sangre y fuego. Ambas visiones están menos alejadas de lo que pudiera parecer a primera vista, constituyendo simplemente opciones del arsenal ideológico de la enérgica burguesía naciente. Francisco de Que­vedo traducía “Utopía” como “No hay tal lugar”.
No hay tal hombre, puede añadirse, a propósito de ambas visiones. La de la criatura edénica es, para decirlo en un lenguaje más moderno, una hipótesis de trabajo de la izquierda de la burguesía, que de ese mo­do ofrece el modelo ideal de una sociedad perfecta que no conoce las trabas del mundo feudal contra el cual combate en la realidad esa bur­guesía. En general, la visión utópica echa sobre estas tierras los pro­yectos de reformas políticas no realizados en los países de origen, y en este sentido no podría decirse que es una línea extinguida: por el con­tra-rio, encuentra peculiares continuadores —aparte de los continuadores radicales que serán los revolucionarios consecuentes— en los numerosos consejeros que proponen incansablemente a los países que emergen del colonialismo mágicas fórmulas metropolitanas para resolver los graves problemas que el colonialismo nos ha dejado, y que, por supuesto, ellos no han resuelto en sus propios países. De más está decir la irritación que produce en estos sostenedores de “no hay tal lugar” la insolencia de que el lugar exista, y, como es natural, con las virtudes y defectos no de un proyecto, sino de una genuina realidad.
En cuanto a la visión del caníbal, ella se corresponde —también en un lenguaje más de nuestros días— con la derecha de aquella misma burgue­sía. Pertenece al arsenal ideológico de los políticos de acción, los que realizan el trabajo sucio del que van a disfrutar igualmente, por supues­to, los encantadores soñadores de utopías. Que los caribes hayan sido tal como los pintó Colón (y tras él, una inacabable caterva de secuaces), es tan probable como que hubieran existido los hombres de un ojo y otros con hocico de perro, o los hombres con cola, o las amazonas, que también menciona en sus páginas, donde la mitología grecolatina, el bestiario medieval y la novela de caballerías hacen lo suyo. Se trata de la característica versión degradada que ofrece el colonizador del hombre al que coloniza. Que nosotros mismos hayamos creído durante un tiempo en esa versión sólo prueba hasta qué punto estamos inficionados con la ideología del enemigo. Es característico que el término caníbal lo ha­yamos aplicado, por antonomasia, no al extinguido aborigen de nuestras islas, sino al negro de África que aparecía en aquellas avergonzantes películas de Tarzán. Y es que el colonizador es quien nos unifica, quien hace ver nuestras similitudes profundas más allá de accesorias diferen­cias.
La versión del colonizador nos explica que al caribe, debido a su bestialidad sin remedio, no quedó otra alternativa que exterminarlo. Lo que no nos explica es por qué, entonces, antes incluso que el caribe, fue igualmente exterminado el pacífico y dulce arauaco. Simplemente, en un caso como en otro, se cometió contra ellos uno de los mayores etnoci­dios que recuerda la historia. (Innecesario decir que esta línea está aún más viva que la anterior.) En relación con esto, será siempre necesario destacar el caso de aquellos hombres que, al margen tanto del utopismo —que nada tenía que ver con la América concreta— como de la des­vergonzada ideología del pillaje, impugnaron desde su seno la conducta de los colonialistas, y defendieron apasionada, lúcida, valientemente, a los aborígenes de carne y hueso: a la cabeza de esos hombres, por su­puesto, la figura magnífica del padre Bartolomé de las Casas, a quien Bolívar llamó “el apóstol de la América”, y Martí elogió sin reservas. Esos hombres, por desgracia, no fueron sino excepciones.
Uno de los más difundidos trabajos europeos en la línea utópica es el ensayo de Montaigne “De los caníbales”, aparecido en 1580. Allí está la presentación de aquellas criaturas que “guardan vigorosas y vivas las propiedades y virtudes naturales, que son las verdaderas y útiles”.[6]
En 1603 aparece publicada la traducción al inglés de los Ensayos, realizada por Giovanni Floro. No sólo Floro era amigo personal de Shakespeare, sino que se conserva el ejemplar de esta traducción que Shakespeare poseyó y anotó. Este dato no tendría mayor importancia si no fuera porque prueba sin lugar a dudas que el libro fue una de las fuentes directas de la última gran obra de Shakespeare, La tempestad (1612). Incluso uno de los personajes de la comedia, Gonzalo, que encarna al humanista renacentista, glosa de cerca, en un momento, líneas enteras del Montaigne de Floro, provenientes precisamente del ensayo “De los caníbales”. Y es este hecho lo que hace más singular aún la forma como Shakespeare presenta a su personaje Calibán-canibal. Porque si en Montaigne —indudable fuente literaria, en este caso, de Shakespeare— “nada hay de bárbaro ni de salvaje en esas naciones (...) lo que ocurre es que cada cual llama barbarie a lo que es ajeno a sus cos­tumbres”,[7] en Shakespeare, en cambio, Calibán-canibal es un esclavo salvaje y deforme para quien son pocas las injurias. Sucede, sencilla­mente, que Shakespeare, implacable realista, asume aquí al diseñar a Calibán la otra opción del naciente mundo burgués. En cuanto a la visión utópica, ella existe en la obra, sí, pero desvinculada de Calibán: como se dijo antes, es expresada por el armonioso humanista Gonzalo. Shakespeare verifica, pues, que ambas maneras de considerar lo ameri­cano, lejos de ser opuestas, eran perfectamente conciliables. Al hombre concreto, presentarlo como un animal, robarle la tierra, esclavizarlo para vivir de su trabajo y, llegado el caso, exterminarlo: esto último, por supuesto, siempre que se contara con quien realizara en su lugar las duras faenas. En un pasaje revelador, Próspero advierte a su hija Miran­da que no podrían pasarse sin Calibán: “ Nos hace el fuego, / Sale a buscarnos leña, y nos presta / Servicios útiles”. (We cannot miss him: he does make our fire / Fetch in our wood, and serves in offices / that profit us. Acto 1, escena 2). En cuanto a la visión utópica, ella puede —y debe— prescindir de los hombres de carne y hueso. Después de todo, no hay tal lugar.
Que La tempestad alude a América, que su isla es la mistificación de una de nuestras islas, no ofrece a esta altura duda alguna. Astrana Marín, quien menciona el “ambiente claramente indiano (americano) de la isla”, recuerda algunos de los viajes reales, por este continente, que inspiraron a Shakespeare, e incluso le proporcionaron, con ligeras va­riantes, los nombres de no pocos de sus personajes: Miranda, Fernando, Sebastián, Alonso, Gonzalo, Setebos.[8] Más importante que ello es saber que Calibán es nuestro caribe.
No nos interesa seguir todas las lecturas posibles que desde su aparición se hayan hecho de esta obra notable.[9] Nos bastará con señalar algunas interpretaciones. La primera de ellas proviene de Ernesto Renán, quien en 1878 publica su drama Caliban, continuación de La tempestad.[ 10] En esta obra, Calibán es la encarnación del pueblo, presentado a la peor luz, sólo que esta vez su conspiración contra Próspero tiene éxito, y llega al poder, donde seguramente la ineptitud y la corrupción no le permitirán permanecer. Próspero espera en la sombra su revancha. Ariel desaparece. Esta lectura debe menos a Shakespeare que a la Comuna de París, la cual ha tenido lugar sólo siete años antes. Naturalmente, Renán estuvo entre los escritores de la burguesía francesa que tomaron partido feroz contra el prodigioso “asalto al cielo”.[11] A partir de esa hazaña, su antidemocratismo se encrespa aún más:
“En sus Diálogos filosóficos”, nos dice Lidsky, “piensa que la solu­ción estaría en la constitución de una élite de seres inteligentes, que go­biernen y posean solos los secretos de la ciencia”.[12] Característicamente, el elitismo aristocratizante y prefascista de Renán, su odio al pueblo de su país, está unido a un odio mayor aún a los habitantes de las colonias. Es aleccionador oírlo expresarse en este sentido:


Aspiramos (dice), no a la igualdad, sino a la dominación. El país de raza extranjera deberá ser de nuevo un país de siervos, de jornaleros agrícolas o de trabajadores industriales. No se trata de suprimir las desigualdades entre los hombres, sino de ampliarlas y hacer de ellas una ley. [13]


Y en otra ocasión:


La regeneración de las razas inferiores o bastardas por las razas superiores está en el orden providencial de la humanidad. El hombre de pueblo es casi siempre, entre nosotros, un noble desclasado, su pesada mano está mucho mejor hecha para manejar la espada que el útil servil. Antes que trabajar, escoge batirse, es decir, que regresa a su estado primero. Regere imperio populos, he aquí nuestra vocación. Arrójese esta devorante actividad sobre países que, como China, solicitan la conquista extranjera. (...) La naturaleza ha hecho una raza de obreros, es la raza china, de una destreza de mano maravillosa, sin casi ningún sentimiento de honor; gobiérnesela con justicia, extrayendo de ella, por el beneficio de un gobierno así, abundantes bienes, y ella estará satisfecha; una raza de trabajadores de la tierra es el negro (...); una raza de amos y de soldados, es la raza europea (...) Que cada uno haga aquello para lo que está preparado, y todo irá bien.[14]


Innecesario glosar estas líneas, que, como dice con razón Césaire, no pertenecen a Hitler, sino al humanista francés Ernesto Renán.
Es sorprendente el primer destino del mito de Calibán en nuestras propias tierras americanas. Veinte años después de haber publicado Renán su Calibán, es decir, en 1898, los Estados Unidos intervienen en la guerra de Cuba contra España por su independencia, y someten a Cuba a su tutelaje, convirtiéndola, a partir de 1902 (y hasta 1959), en su primera neocolonia, mientras Puerto Rico y las Filipinas pasaban a ser colonias suyas de tipo tradicional. El hecho —que había sido previsto por Martí muchos años antes— conmueve a la intelligentsia hispanoamericana. En otra parte he recordado que “el noventiocho” no es sólo una fecha española, que da nombre a un complejo equipo de escritores y pensadores de aquel país, sino también, y acaso sobre todo, una fecha hispanoamericana, la cual debía servir para designar a un conjunto no menos complejo de escritores y pensadores de este lado del Atlántico, a quienes se suele llamar con el vago nombre de “modernistas”.[15] Es “el noventiocho” —la visible presencia del imperialismo norteamericano en la América Latina— lo que, habiendo sido anunciado por Martí, da razón de la obra ulterior de un Darío o un Rodó.
Un temprano ejemplo de cómo recibirían el hecho los escritores lati­noamericanos del momento, lo tenemos en un discurso pronunciado por Paul Groussac en Buenos Aires, el 2 de mayo de 1898:


Desde la Secesión y la brutal invasión del Oeste (dice), se ha desprendido libremente el espíritu yankee del cuerpo informe y “calibanesco”; y el viejo mundo ha contemplado con inquietud y terror a la novísima civilización que pretende suplantar a la nuestra declarada caduca. [16]


El escritor francoargentino Groussac siente que “nuestra civilización (entendiendo por tal, visiblemente, a la del “Viejo Mundo”, de la que nosotros los latinoamericanos vendríamos curiosamente a formar parte) está amenazada por el yanqui “calibanesco”. Es bastante poco probable que por esa época escritores argelinos y vietnamitas, pateados por el colonialismo francés, estuvieran dispuestos a suscribir la primera parte de tal criterio. Es también francamente extraño ver que el símbolo de Calibán —donde Renán supo descubrir con acierto al pueblo, si bien para injuriarlo— sea aplicado a los Estados Unidos. Y, sin embargo, a pesar de esos desenfoques, característicos por otra parte de la peculiar situación de la América latina, la reacción de Groussac implicaba un claro rechazo del peligro yanqui por los escritores latinoamericanos. No era, por otra parte, la primera vez que en nuestro continente se expresaba tal rechazo. Aparte de casos hispanoamericanos como el de Bolívar y el de Martí, entre otros, la literatura brasileña conocía el ejemplo de Joa­quín de Sousa Andrade, o Sousándrade, en cuyo extraño poema O Guesa Errante el canto X está consagrado a “O inferno de Wall Street”, una Walpurgisnacht de bolsistas, politicastros y negociantes corruptos”;[l7] y de José Veríssimo, quien en un tratado sobre educación nacional, de 1890, al impugnar a los Estados Unidos, escribió: “Los admi­ro, pero no los estimo”.
Ignoramos si el uruguayo José Enrique Rodó —cuya famosa frase so­bre los Estados Unidos: “los admiro, pero no los amo”, coincide literalmente con la observación de Veríssimo— conocía la obra del pensador brasileño; pero es seguro que sí conociera el discurso de Groussac, reproducido en su parte esencial en La Razón, de Montevideo, el 6 de mayo de 1898. Desarrollando la idea allí esbozada, y enriqueciéndola con otras, Rodó publica en 1900, a sus veintinueve años, una de las obras más famosas de la literatura hispanoamericana: Ariel. Implícitamente, la civilización norteamericana es presentada allí como Calibán (apenas nombrado en la obra), mientras que Ariel vendría a encarnar —o debería encamar— lo mejor de lo que Rodó no vacila en llamar más de una vez “nuestra civilización” (ps. 223 y 226), la cual, en sus palabras como en las de Groussac, no se identifica sólo con “nuestra América latina” (p. 239), sino con la vieja Romania, cuando no con el Viejo Mundo todo. La identificación Calibán-Estados Unidos que propuso Groussac y divulgó Rodó estuvo seguramente desacertada. Abordando el desacierto por un costado, comentó José Vasconcelos: “Si los yan­quis fueran no más Calibán, no representarían mayor peligro”.[18] Pero esto, desde luego, tiene escasa importancia al lado del hecho relevante de haber señalado claramente dicho peligro. Como observó con acierto Benedetti, “quizá Rodó se haya equivocado cuando tuvo que decir el nombre del peligro, pero no se equivocó en su reconocimiento de dónde estaba el mismo”.[19]
Algún tiempo después —y desconociendo seguramente la obra del colonial Rodó, quien por supuesto sabía de memoria la de Renán—, la tesis del Calibán de éste es retomada por el escritor Jean Guéhenno, quien publica en 1928, en París, su Calibán habla. Esta vez, sin embar­go, la identificación renaniana Calibán/pueblo está acompañada de una apreciación positiva de Calibán. Hay que agradecer a este libro de Guéhenno —y es casi lo único que hay que agradecerle— el haber ofrecido por primera vez una versión simpática del personaje.[20] Pero el tema hubiera requerido la mano o la rabia de un Paul Nizan para lograrse efectivamente.[21]
Mucho más agudas son las observaciones del argentino Aníbal Ponce en su obra de 1935 Humanismo burgués y humanismo proletario. El libro —que un estudioso del pensamiento del Che conjetura que debió haber ejercido influencia sobre él[22] consagra su tercer capítulo a “Ariel o la agonía de una obstinada ilusión”. Al comentar La tempestad, dice Ponce: “En aquellos cuatro seres ya está toda la época: Próspero es el tirano ilustrado que el Renacimiento ama; Miranda, su linaje; Calibán, las masas sufridas (Ponce citará luego a Renán, pero no a Guéhenno); Ariel, el genio del aire, sin ataduras con la vida”.[23] Ponce hace ver el carácter equívoco con que es presentado Calibán, carácter que revela “alguna enorme injusticia de parte de un dueño”, y en Ariel ve al inte­lectual, atado de modo “menos pesado y rudo que el de Calibán, pero al servicio también” de Próspero. El análisis que realiza de la concepción del intelectual (“mezcla de esclavo y mercenario”) acuñada por el huma­nismo renacentista, concepción que “enseñó como nadie a desinteresar­se de la acción y a aceptar el orden constituido”, y es por ello hasta hoy, en los países burgueses, “el ideal educativo de las clases gobernantes”, constituye uno de los mas agudos ensayos que en nuestra América se hayan escrito sobre el tema.
Pero ese examen, aunque hecho por un latinoamericano, se realiza todavía tomando en consideración exclusivamente al mundo europeo. Para una nueva lectura de La tempestad —para una nueva considera­ción del problema—, sería menester esperar a la emergencia de los países coloniales que tiene lugar a partir de la Segunda Guerra Mundial, esa brusca presencia que lleva a los atareados técnicos de las Naciones Unidas a forjar, entre 1944 y 1945, el término zona económicamente subdesarrollada para vestir con un ropaje verbal simpático (y profun­damente confuso) lo que hasta entonces se había llamado zonas colo­niales o zonas atrasadas.[ 24]
En acuerdo con esa emergencia aparece en París, en 1950, el libro de O. Mannoni Psicología de la colonización. Significativamente, la edición en inglés de este libro (Nueva York, 1956) se llamará Próspero y Calibán: la Psicología de la colonización. Para abordar su asunto, Mannoni no ha encontrado nada mejor que forjar el que llama “complejo de Próspero”, “definido como el conjunto de disposiciones neuróticas inconscientes que diseñan a la vez ‘la figura del paternalismo colonial’ y ‘el retrato del racista cuya hija ha sido objeto de una tentativa de viola­ción ( imaginaria) por parte de un ser inferior’.”[25] En este libro, probablemente por primera vez, Calibán queda identificado con el colonial, pero la peregrina teoría de que éste siente el “complejo de Próspero”, el cual lo lleva neuróticamente a requerir, incluso a presentir, y por su­puesto a acatar la presencia de Próspero/colonizador, es rotundamente rechazada por Frantz Fanon en el cuarto capítulo (“Sobre el pretendido complejo de dependencia del colonizado”) de su libro de 1952 Piel negra, máscaras blancas.
Aunque sea (al parecer) el primer escritor de nuestro mundo en asumir nuestra identificación con Calibán, el escritor de Barbados, George Lamming, no logra romper el círculo que trazara Mannoni.


Próspero (dice Lamming) ha dado a Calibán el lenguaje; y con él una historia no manifiesta de consecuencias, una historia de futuras intenciones. Este don del lenguaje no quería decir el inglés en parti­cular, sino habla y concepto como un medio, un método, una nece­saria avenida hacia áreas de sí mismo que no podían ser alcanzadas de otra manera. Es este medio, hazaña entera de Próspero, lo que hace a Calibán consciente de posibilidades. Por tanto, todo el futuro de Calibán -pues futuro es el nombre mismo de las posibilidades­debe derivar del experimento de Próspero, lo que es también su ries­go. Dado que no hay punto de partida extraordinario que explote todas las premisas de Próspero, Calibán y su futuro pertenecen ahora a Próspero (...) Próspero vive con la absoluta certeza de que el Len­guaje, que es su don a Calibán, es la prisión misma en la cual los logros de Calibán serán realizados y restringidos.[26]


En la década del sesenta, la nueva lectura de La tempestad acabará por imponerse. En El mundo vivo de Shakespeare (1964), el inglés John Wain nos dirá que Calibán


produce el patetismo de todos los pueblos explotados, lo cual queda expresado punzantemente al comienzo de una época de colonización europea que duraría trescientos años. Hasta el más ínfimo salvaje desea que lo dejen en paz antes de ser “educado” y obligado a tra­bajar para otro, y hay una innegable justicia en esta queja de Calibán: “¿Por qué yo soy el único súbdito que tenéis, que fui rey propio?” Próspero responde con la inevitable contestación del colono: Calibán ha adquirido conocimientos e instrucción (aunque recordamos que él ya sabía construir represas para coger pescado y también extraer chufas del suelo como si se tratara del campo inglés). Antes de ser utilizado por Próspero, Calibán no sabía hablar: “Cuando tú, hecho un salvaje, ignorando tu propia significación, balbucías como un bruto, doté tu pensamiento de palabras que lo dieran a conocer”. Sin embargo, esta bondad es recibida con ingratitud: Calibán, a quien se permite vivir en la gruta de Próspero, ha intentado violar a Miranda; cuando se le recuerda esto con mucha severidad, dice impenitente­mente, con una especie de babosa risotada: “¡Oh, jo!... ¡Lástima no haberlo realizado! Tú me lo impediste; de lo contrario, poblara la isla de Calibanes”. Nuestra época (concluye Wain), que es muy dada a usar la horrible palabra miscegenation (mezcla de razas), no tendrá dificultad en comprender este pasaje.[27]


Y al ir a concluir esa década de los sesenta, en 1969, y de manera harto significativa, Calibán será asumido con orgullo como nuestro símbolo por tres escritores antillanos, cada uno de los cuales se expresa en una de las grandes lenguas coloniales del Caribe. Con independencia uno de otro, ese año publica el martiniqueño Aimé Césaire su obra de teatro, en francés. Una tempestad. Adaptación de “La tempestad” de Shakespeare para un teatro negro, el barbadiense Edward Brathwaite, su libro de poemas en inglés Islas, entre los cuales hay uno dedicado a “Calibán”; y el autor de estas líneas, su ensayo en español “Cuba hasta Fidel”, en que se habla de nuestra identificación con Calibán.[28] En la obra de Césaire, los personajes son los mismos que los de Shakespeare, pero Ariel es un esclavo mulato; mientras Calibán es un esclavo negro, además interviene Eshú, “dios-diablo negro”. No deja de ser curiosa la observación de Próspero cuando Ariel regresa lleno de escrúpulos, des­pués de haber desencadenado, siguiendo las órdenes de aquél, pero contra su propia conciencia, la tempestad con que se inicia la obra: “¡Vamos!”, le dice Próspero. “¡Tu crisis! ¡Siempre es lo mismo con los intelectuales!” El poema de Brathwaite llamado “Calibán” está dedicado, significativamente, a Cuba: “En La Habana, esa mañana (...)/” escribe Brathwaite, “Era el dos de diciembre de mil novecientos cincuentiséis./ Era el primero de agosto de mil ochocientos treintiocho./ Era el doce de octubre de mil cuatrocientos noventidós.//¿Cuántos estampidos, cuántas revoluciones?”[29]



Notas


[3] Cit., como las otras menciones del Diario que siguen, por Julio C. Salas: Etnografia americana. Los indios carihes. Estudio cobre el origen del mito de la antropofagia, Madrid, 1920. En este libro se plantea “lo irracional de (la) inculpación de que algunas tribus americanas se alimentaban de carne humana, como en lo antiguo lo sostuvieron los que estaban interesados en esclavizar (a) los indios y lo repitieron los cronistas e historiadores, de los cuales muchos fueron esclavistas...” (p. 211).

[4] La carta de Colón anunciando el descubrimiento del nuevo mundo. 15 de Febrero-14 de marzo 1493, Madrid, 1956, p. 20.

[5] Ezequiel Maninez Estrada: “El Nuevo Mundo, la isla de Utopía y la isla de Cuba”, en Casa de las Américas, n° 33, noviembre-diciembre de 1965. (Este número es un Homenaje a Ezequiel Martínez Estrada).

[6] Miguel de Montaigne: Ensayos, trad. de C. Román y Salamero, tomo I. Buenos Aires, 1948, p. 248.

[7] Loc. cit.

[8] William Shakespeare: Obras completas, traducción, estudio preliminar y notas de Astrada Marín, Madrid, 1961. p. 107-8.

9 Así, por ejemplo, Jan Kott nos advierte que hasta el siglo XIX “hubo varios sabios shakespearólogos que inventaron leer La tempestad como una biografía en el sentido literal, o como un alegórico drama político.” (Jan Kott: Apuntes sobre Shakespeare, trad. de J. Maurizio, Barcelona, 1969, p. 353.)

[10] Ernesi Renan: Caliban, suite de La tempête, Drame philosophique, París, 1878.

[11] V. Arthur Adamov: La Commune de Paris (8 mars-28 mars 1871), anthologie, París, 1959; y especialmente Paul Lidsky: Les écrivains contre la Commune, París, 1970.

[12] Paul Lidskv, op cit., p. 82.

[13] Cit. por Aimé Césaire en: Discours sur le colonialisme, 3a ed., París, 1955, p. 13. Es notable esta requisitoria, muchos de cuyos postulados hago míos. (Trad. parcialmente en Casa de las Américas, n° 36-37, mayo-agosto de 1966 [Este número está dedicado a Africa et América.]).

[14] Cit. en op. cit, p. 14-5.

[15] v. R. F. R.: “Modernismo, noventiocho, subdesarrollo”, trabajo leido en el III° Congreso de la Asociación internacional de hispanistas, México, agosto de 1968 y recogido en Ensayo de otro Mundo (2a. ed), Santiago de Chile, 1969.

[16] Cit. en José Enrique Rodó: Obras completas, edición con introducción, prólogo y notas por Emir Rodríguez Monegal, Madrid, 1957, p. 193.

[17] v. Jean Franco: The modern culture of Latin America: society and the artist, Londres, 1967, p. 49.

[18] José Vasconcelos: Indologia, 2a ed., Barcelona, s. f., p. xxiii.

[19] Mario Benedetti: Genio y figura de José Enrique Rodó, Buenos Aires, 1966, p. 95.

[20] La visión aguda pero negativa de Jan Kott lo hace irritarse por este hecho: “Para Renán”, dice, “Calibán personifica al Demos. En su continuación (...) su Calibán lleva a cabo con éxito un atentado contra Próspero. Guéhenno escribió una apología de Calibán-Pueblo. Ambas interpretaciones son tri­viales. El Calibán shakespeariano tiene más grandeza.” (op. cit., p. 398.)

[21] La endeblez de Guéhenno para abordar a fondo este tema se pone de manifiesto en los prefacios en que en las sucesivas ediciones, va desdiciéndose (2a ed., 1945: 3a ed.. 1962), hasta llegar a su libro de ensayos Calibán y Próspero (París, 1969), donde, al decir de un crítico, convertido Guéhenno en “personaje de la sociedad burguesa y un beneficiario de su cultura”, juzga a Próspero “más equitativa­mente que en tiempos de Calibán habla.” (Pierre Henri Simon en Le Monde, 5 dejulio de 1969.)

[22] Michael Lowy: La pensée de Che Guevara, París, 1970, p. 19.

[23] Aníbal Ponce: Humanismo burgués y humanismo proletario, La Habana, 1962, p. 83.

[24] J. L. Zimmerman: Paises pobres, países ricos. La brecha que se ensancha, trad. de G. González Aramburo, México, D. F., 1966, p. 1. (Hay ed. cubana).

[25] O. Mannoni: Psychologie de la colonisation. París, 1950, p. 71, cit. por Frantz Fanon en: Peau noire, mosquee blancs (2a ed.), París (c. 1965), p. 106. (Hay ed. cubana).

[26] George Lamming: The pleasures of exile, Londres, 1960, p. 109. Al comentar estas opiniones de Lamming, el alemán Janheinz Jahn observa sus limitaciones y propone una identificación Cali­ban/negritud. (Neoafrican literature, trad. de O. Coburn y U. Lehrburger, Nueva York, 1968. p. 239-42).

[27] John Wain: El mundo vivo de Shakespeare, trad. de J. Silés. Madrid, 1967, p. 258-9.

[28] Aimé Césaire: Une Tempéte. Adaptation de “La tempéte” de Shakespeare pour un theatre négre. Paris, 1969; Edward Brathwaite: Islands, Londres, 1969. R. F. R.: “Cuba hasta Fidel” (en Bohemia, 19 de septiembre de 1969).

[29] La nueva lectura de La tempestad ha pasado a ser ya la habitual en el mundo colonial de nuestros días. No intento, por tanto, sino mencionar algunos ejemplos. Ya concluidas estas notas, encuentro uno nuevo en el ensayo de ]ames Nggui (de Kenia) “Africa y la descolonización cultural”, en El Correo, enero de 1971.